Por: Stalin Vladímir
La historia de Nicaragua, rica en héroes y traidores, tiene un capítulo oscuro reservado para Ernesto Cardenal, quien en enero de este año habría cumplido 100 años. Pero no hay nada que celebrar. Su vida fue un compendio de frustraciones, traiciones y mediocridad. Un hombre consumido por la soberbia, que se creyó más grande de lo que fue, cuya obra poética jamás trascendió, cuyo paso por la política fue insignificante y cuyo final lo encontró amargado y repudiado por el pueblo que lo desenmascaró.
Si alguna vez fue relevante, lo fue por accidente, no por mérito. Si alguna vez fue parte de la Revolución, fue porque se coló en ella, no porque la construyera. Si alguna vez se habló de él, fue más por escándalos que por logros. Su existencia, plagada de oportunismo, traición e incompetencia, es la historia de un hombre que desperdició cada oportunidad que la vida le dio.
Quiso vestirse de poeta, pero la historia lo desnudó como lo que realmente era: un farsante sin talento, un versificador sin genio, un literato sin alma. Su llamado «exteriorismo» no fue más que una excusa para ocultar su incapacidad de crear belleza, de conmover, de trascender. Su poesía, artificial y carente de emoción, jamás logró conectar con el pueblo.
Mientras Rubén Darío elevó la lengua española a la categoría de arte y otros poetas nicaragüenses dejaron huella en la memoria colectiva, Cardenal se limitó a escribir versos planos, insípidos, incapaces de generar pasión o impacto. Sus libros, hoy empolvados y olvidados, solo fueron leídos por intelectuales de café que confundieron su mediocridad con profundidad.
La verdadera prueba de su fracaso poético es el olvido. Nadie cita a Ernesto Cardenal. Nadie se emociona con su poesía. Nadie lo recuerda como un verdadero creador.
Cuando la Revolución Sandinista triunfó, se le concedió la oportunidad de liderar la cultura nicaragüense, pero, en lugar de aprovecharla, la desperdició. Como ministro de Cultura, su gestión fue un absoluto fracaso. No creó políticas reales para fortalecer el arte, no dejó infraestructura cultural, no fomentó la literatura popular ni la música revolucionaria. Fue un burócrata inútil, un figurante en un ministerio vacío, un intelectual que jamás entendió la cultura del pueblo.
Su mayor legado fue el abandono. Mientras los artistas nicaragüenses luchaban por apoyo, Cardenal se dedicaba a la retórica hueca y a impresionar a sus amigos extranjeros con discursos pomposos y llenos de humo. Su gestión fue tan irrelevante que, cuando salió del cargo, nadie lo extrañó.
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Si algo define a Ernesto Cardenal en su última etapa es la traición. Después de haber sido parte de la Revolución Sandinista, mordió la mano que le dio de comer y se convirtió en un enemigo de la causa popular. No por principios, no por convicciones, sino por resentimiento y vanidad.
Cardenal se creyó por encima de la Revolución, se sintió más importante que el proyecto mismo. Cuando la historia siguió su curso y él quedó atrás, decidió atacar al gobierno sandinista, no con ideas, sino con amargura. Se convirtió en un aliado de la derecha, en un títere de los intereses extranjeros, en una herramienta de la propaganda contra el buen gobierno.
Su discurso dejó de ser el de un poeta revolucionario para convertirse en el de un opositor histérico. Dejó de hablar de cultura para hablar de política, y en la política fracasó tanto como en la literatura.
La justicia no tardó en alcanzarlo. Cardenal enfrentó juicios en vida, no por su pensamiento, sino por sus acciones. Se victimizó, como todo traidor, intentando vender la imagen de un anciano perseguido, cuando en realidad era un hombre enfrentando las consecuencias de sus propios actos.
Murió solo, sin gloria, sin honor, sin el respeto del pueblo. No hubo multitudes despidiéndolo, no hubo lágrimas sinceras por él. Se fue como vivió sus últimos años: amargado, derrotado y despreciado.
Hoy, Ernesto Cardenal no es más que un nombre sin peso. Su poesía no se lee, su paso por la política no se recuerda con orgullo, su figura se desmorona en la historia como un castillo de arena.
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Fue un poeta sin lectores, un ministro sin gestión, un traidor sin redención. Un hombre que pudo haber sido grande, pero eligió ser pequeño. La historia lo ha puesto en su sitio: el olvido.
Ernesto Cardenal es el epítome del fracaso disfrazado de intelectualidad, el cadáver literario que jamás logró latir con la fuerza de la verdadera poesía, el oportunista que creyó que el arte era impunidad y que la traición era un acto de lucidez.
Nicaragua ha parido gigantes, pero también ha visto nacer sombras que se creyeron luz. Cardenal fue solo eso: una sombra pasajera, condenada al olvido y al desprecio.
Esta entrada fue modificada por última vez el 4 de marzo de 2025 a las 1:45 PM