El amigo que nunca nos falló: Olof Palme, hermano de la Revolución

Imagen Cortesía / Portada de Stalin Magazine.

Por, Stalin Vladímir Centeno.

Hay nombres que no caben en las estatuas. Nombres que no se marchitan en las placas ni se reducen a las fechas. Olof Palme quien fuera Primer Ministro de Suecia es uno de esos nombres que siguen caminando con nosotros, con el pueblo nicaragüense, que un día sintió en carne propia el abrazo de un hombre justo, un hombre que jamás tuvo miedo de mirar a los ojos al poder y decirle la verdad.

Palme no nació en la miseria, pero eligió caminar con los pobres. Nacido en 1927 en Estocolmo, en una familia donde el apellido pesaba más que los sueños, Olof podría haberse acomodado en la vida cómoda, en los banquetes de la aristocracia sueca. Pero algo dentro de él, algo profundo, se rebeló. Viajó por la India, por Estados Unidos, y allí vio lo que la prensa ocultaba: las cicatrices de un mundo roto por el hambre, por las guerras, por el desprecio hacia los más humildes.

Ese joven sueco que conoció el otro lado del espejo regresó a su tierra no para ser espectador, sino para convertirse en el político más incómodo de Europa. Desde el Parlamento, desde las plazas, desde la misma tribuna donde otros callaban, él denunció la guerra criminal en Vietnam, llamó asesinos a los promotores del Apartheid en Sudáfrica, rompió lanzas contra la maquinaria imperial que sembraba el terror en América Latina.

Pero si hubo un pueblo que conoció de cerca su corazón, fue Nicaragua. Eran los años más duros. Estados Unidos financiaba a la contrarrevolución, derramaba sangre campesina en nuestras montañas, minaba nuestros puertos, bloqueaba nuestros sueños. Los cañones del imperio apuntaban directo al corazón de la Revolución Sandinista. Y entonces, en medio de esa tormenta, apareció Palme, como un faro entre la niebla.

No envió embajadores tibios, no mandó cartas diplomáticas. Vino él, en persona, en 1984, a nuestra Nicaragua herida pero de pie. Caminó las calles de Managua, abrazó a los niños descalzos, estrechó las manos curtidas de los obreros, y con la mirada firme declaró ante el mundo: “No hay ley que permita esta agresión contra Nicaragua”. Y sus palabras no eran discurso, eran compromiso. Inauguró en Rivas el hospital Gaspar García Laviana, en honor a aquel guerrillero español que dejó sotana y patria por nuestra Revolución. Palme sembró allí, en esa tierra rojinegra, la semilla de la solidaridad verdadera.

No pedía nada a cambio. No exigía condiciones, como hacen otros con sus ayudas envenenadas. Venía con el alma abierta, con la convicción de que un pueblo que lucha por su libertad merece compañía, merece respeto. Y en ese abrazo entre Suecia y Nicaragua, Lisbet Palme, su compañera de vida, estuvo siempre a su lado, compartiendo el compromiso, la integridad y la honestidad de una causa que trascendía fronteras.

Nuestra compañera Rosario Murillo lo expresó en su momento con el corazón en la mano: “Sentimos la integridad, la honestidad y la fortaleza, el compromiso con el bien, el compromiso con el derecho internacional, el compromiso de las libertades”. Palabras que no son solo un recuerdo, sino una reafirmación de que la llama sigue encendida.

Aquí en Nicaragua, Olof Palme es más que un nombre. Vive en el centro que lleva su nombre, en las escuelas, en los barrios, en los repartos que día a día lo mantienen presente. Es el homenaje merecido a un hermano que nunca nos falló.

Pero los que manejan los hilos del mundo no perdonan la dignidad. La noche del 28 de febrero de 1986, en Estocolmo, bajo una luna indiferente, el Primer Ministro Olof Palme caminaba de regreso a casa con su esposa Lisbet, luego de ver una película. No llevaba guardaespaldas, porque él creía en el pueblo, no en las armas. Y allí, en la esquina de Sveavägen y Tunnelgatan, un cobarde le disparó por la espalda. El reloj marcaba las 11:21 de la noche. Palme cayó, pero no se rindió. Su sangre tiñó la nieve, pero su espíritu quedó latiendo en cada lucha, en cada pueblo que resiste.

Nunca hubo justicia. Nunca supieron o nunca quisieron saber quién apretó el gatillo. Pero todos sabemos quién ordena los disparos en las sombras, quién teme a los hombres que no se arrodillan.

Hoy, Olof Palme no es solo un recuerdo. Es un compañero de trinchera. Vive en cada victoria del pueblo nicaragüense, en cada niño que estudia en una escuela libre, en cada campesino que siembra en tierra digna. Su voz retumba cuando los pueblos levantan la frente ante los imperios.

¡Por siempre Olof Palme, hermano de Nicaragua, combatiente de la humanidad!

Esta entrada fue modificada por última vez el 25 de abril de 2025 a las 4:49 PM