En un rincón del norte de Nicaragua, donde las montañas abrazan la dignidad de los pueblos humildes, un joven ingeniero nacido en Portland, Oregón, decidió escribir su historia con luz, risa y sangre. Se llamaba Benjamín Linder, y aunque vino de muy lejos, Nicaragua fue su patria elegida, su trinchera y su último suspiro.
A inicios de los años 80, cuando la Revolución Sandinista recién había derrocado a la dictadura de Somoza, Ben, como le decían con cariño, tomó una decisión que cambió su vida: dejar atrás las comodidades del primer mundo, su título de ingeniería mecánica de la Universidad de Washington y su prometedora carrera profesional en Estados Unidos, para venir a un país herido, pero renacido, a ofrecer sus manos, su intelecto y su alma.
Ben no dejó esposa ni hijos. Su entrega fue total, y su familia fue el pueblo nicaragüense. Sus padres, médicos comprometidos con causas sociales, lo educaron en un ambiente de justicia y solidaridad. Desde joven, participaba en actos contra la guerra en Vietnam y en defensa de los derechos civiles. Una anécdota que se volvió entrañable entre quienes lo conocieron es que, en sus días como payasito, a veces cambiaba su nombre a “Tío Ben” y hacía malabares con piedras porque no tenía pelotas de circo; decía que “la alegría no necesita presupuesto, solo voluntad”. Esa capacidad de convertir la carencia en risa, y la tristeza en dignidad, fue su mayor acto de magia.
Benjamín Linder no vino a dar discursos. Vino a construir. Con planos, herramientas y mucho amor, comenzó a trabajar en las zonas más apartadas de Nicaragua, particularmente en San José de Bocay, Jinotega. Allí, donde el Estado apenas llegaba y donde la oscuridad era parte de la rutina, diseñó y ayudó a levantar pequeñas plantas hidroeléctricas que hoy siguen dando luz a comunidades enteras. No fue sólo ingeniero: fue un sembrador de futuro.
Pero Ben, no se detuvo en los cables ni en las turbinas. También se vestía de payasito, con nariz roja, zapatones y un sombrero ridículo, para llevar alegría a los niños pobres, a los que les daba chimbombas, comida, abrigo y ternura. Visitaba hospitales, llevaba vacunas, colaboraba con las brigadas de salud, y nunca pidió nada a cambio. Lo que quería era claro: un mundo más justo, un país más digno, una patria libre de imposiciones extranjeras.
Benjamín entendía la Revolución no solo como un cambio de gobierno, sino como un acto profundo de amor y justicia social. Su vida entera fue una denuncia contra la indiferencia. Cada bombillo encendido en las montañas, cada carcajada de un niño enfermo, cada gota de sudor que dejó en los caminos polvorientos del norte era su manifiesto de paz. No traía armas, traía ideas. No vino a dar órdenes, vino a aprender, a entregarse con humildad, con ternura, con valentía.
El 28 de abril de 1987, mientras trabajaba en la zona rural de El Cuá, fue emboscado y asesinado por la Contra nicaragüense, ese grupo armado y financiado por la CIA para destruir la Revolución y devolverle el poder a los lacayos del imperialismo. Lo asesinaron cobardemente, junto a dos compañeros nicaragüenses. Murió desarmado, con una libreta de apuntes en el bolsillo y un casco de trabajo en la cabeza. Así mataron al gringo bueno. Al que no vino a explotar, sino a liberar.
Después de su paso a la inmortalidad, Benjamín Linder sigue siendo faro y semilla. En los actos de solidaridad internacional, en los proyectos de energía comunitaria, en los brigadistas que llegan a los barrios humildes con amor y convicción, vive su espíritu. Y cada vez que alguien pregunta si vale la pena entregarse por los demás, la respuesta está en su ejemplo. Porque él lo dio todo, incluso la vida, sin pedir nada.
Hoy, a más de cuatro décadas de su siembra, Benjamín sigue iluminando el alma de esta patria. Cada niño que estudia con energía eléctrica en una zona remota, cada familia que enciende su fogón sin miedo, cada brigadista de salud que lleva sonrisas a los barrios más humildes, lleva un poco de Ben.
Si la Revolución tuviera un ángel en bicicleta, un ingeniero con alma de payaso, sería él. Y si el pueblo nicaragüense tuviera que dibujar la solidaridad en un rostro extranjero, sería el de Benjamín Linder.
No murió, lo sembramos. No se fue, se quedó. Y mientras haya niños que sueñen, pueblos que resistan y corazones que amen la libertad, Benjamín vivirá en cada rincón de Nicaragua.
Esta entrada fue modificada por última vez el 20 de abril de 2025 a las 3:12 PM