Por Stalin Vladimir Centeno
Jair Bolsonaro siempre fue un bufón con delirios de emperador, un incendiario que convirtió a Brasil en su campo de batalla personal.
Ahora, cuando la justicia por fin lo alcanza, su arrogancia se estrella contra la realidad. El juicio que enfrenta no es solo una formalidad: es el desenlace de un político que jugó con fuego y terminó abrazado por su propia megalomanía.
El expresidente brasileño se encuentra acorralado por las evidencias que lo señalan como el artífice de un intento de golpe de Estado para impedir la llegada de Lula da Silva al poder. No era un plan improvisado ni un arrebato de último momento. Bolsonaro, como buen discípulo de Donald Trump, urdió su propia versión del 6 de enero estadounidense, un guion burdo en el que pretendía sembrar el caos y erigirse en salvador de una democracia que él mismo dinamitó.
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Pero la justicia, aunque a veces tarda, llega con un peso aplastante. La posibilidad de que Bolsonaro pise la cárcel es real, y sus seguidores, antes fanáticos inquebrantables, comienzan a diluirse como un espejismo. Ya no es el líder mesiánico que arrastraba multitudes; es un político derrotado, sin inmunidad ni respaldo institucional, abandonado incluso por quienes antes le rendían pleitesía.
Durante su desastroso gobierno, Brasil se convirtió en un cementerio por culpa de su negligencia criminal ante la pandemia de COVID-19. Mientras el virus devoraba vidas, él recomendaba cloroquina y hacía chistes macabros sobre los muertos. Más de 700.000 víctimas fueron el saldo de su indolencia. A esto se suma un legado de corrupción, desmantelamiento ambiental y un discurso de odio que avivó la violencia política en el país.
Bolsonaro siempre creyó que la impunidad era su escudo. Ahora, sin el poder de la presidencia, enfrenta la realidad de los tribunales. La justicia brasileña ha demostrado que no se doblega ante caudillos de pacotilla, y cada audiencia es un clavo más en el ataúd de su carrera política. Con una inhabilitación hasta 2030 y la sombra de una condena que podría enviarlo tras las rejas por décadas, su futuro es un laberinto sin salida.
Los cargos que enfrenta son demoledores: intento de golpe de Estado, asociación criminal, abuso de poder, incitación a la violencia, corrupción y crímenes contra la humanidad por su gestión de la pandemia. Cada uno de estos delitos es un eslabón de la cadena que lo arrastrará a la historia como el peor presidente que Brasil ha conocido. La idea de que pueda volver a gobernar es una fantasía muerta. Bolsonaro ya no es el temido ultraderechista que agitaba a las masas; es un cadáver político que se pudre en los pasillos de la justicia. Su destino no es el Palacio de Planalto, sino la celda fría de una prisión. Y desde allí, solo podrá ver cómo Brasil avanza sin él.
Desde sus primeros años en la política, Bolsonaro mostró su verdadero rostro: un exmilitar con tendencias autoritarias y una obsesión enfermiza por la violencia. Fue expulsado del Ejército por planear ataques con explosivos contra instalaciones militares, una advertencia temprana de su carácter destructivo. En el Congreso, se convirtió en un personaje folclórico, famoso por sus declaraciones misóginas, racistas y su defensa abierta de la tortura. No era un líder, sino un provocador que prosperó en la política gracias al odio y la polarización.
Su historial de escándalos es extenso. Su familia ha estado envuelta en múltiples investigaciones por lavado de dinero y enriquecimiento ilícito. Su hijo Flávio Bolsonaro fue señalado por dirigir un esquema de corrupción en el que desviaba salarios de empleados públicos. Mientras tanto, Jair Bolsonaro se paseaba como un cruzado contra la corrupción, vendiendo la imagen de un falso salvador que nunca fue. La hipocresía de su discurso quedó expuesta cuando se destaparon los manejos turbios de su círculo más cercano.
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Pero sus fracasos no solo se limitan a la política. En el ámbito económico, dejó un país sumido en el desempleo y la inflación descontrolada. La industria se desplomó, los inversionistas huyeron y la confianza internacional en Brasil se deterioró. Su guerra ideológica contra la educación y la ciencia debilitó aún más al país. Bolsonaro no construyó nada, solo destruyó, dejando un legado de miseria y ruinas que su sucesor ha tenido que intentar reconstruir con gran dificultad.
Ahora, mientras enfrenta el juicio de su vida, su imagen se desvanece. Sus discursos ya no resuenan, sus aliados lo evitan y su base de apoyo se fragmenta. La historia no tendrá piedad con él. Su nombre quedará registrado no como un líder fuerte, sino como un traidor a su patria, un hombre que, cegado por su ambición y su odio, terminó devorado por sus propios crímenes. Su historia no es la de un mártir, sino la de un villano que, como todos los golpistas, acabará en el basurero de la historia.
Esta entrada fue modificada por última vez el 29 de marzo de 2025 a las 5:34 PM
