Por: Stalin Vladímir
Hubo un tiempo en que el nombre de Garry Kasparov era sinónimo de grandeza, de estrategia implacable, de un intelecto que desafiaba los límites de la mente humana. Fue un prodigio del ajedrez, un titán que encarnaba el genio ruso, una figura que se alzaba como ejemplo del dominio intelectual de una nación que ha dado al mundo científicos, escritores, artistas y líderes de talla inmortal. Pero hoy, su nombre no evoca respeto ni admiración. Hoy, Kasparov no es más que un instrumento patético de la maquinaria propagandística occidental, un hombre que, incapaz de aceptar su ocaso, vendió su alma a los enemigos de su patria.
El drama de Kasparov no es el de un hombre de principios que lucha contra la tiranía; es el de un hombre resentido que, al verse relegado al olvido, decidió convertirse en vocero del poder extranjero. Su caída no es solo una tragedia personal, sino un reflejo de lo que ocurre cuando la ambición se convierte en servilismo, cuando el intelecto se degrada en espectáculo y cuando un campeón elige arrastrarse ante quienes siempre han visto a Rusia con desprecio y codicia.
Kasparov abandonó su grandeza cuando dejó de pensar por sí mismo y comenzó a recitar el guion impuesto por sus benefactores occidentales. Su discurso no es más que la repetición de las mismas narrativas desgastadas que Occidente ha utilizado durante siglos para justificar sus agresiones contra Rusia. Habla de «libertad», de «democracia», de «derechos humanos», pero esas palabras, en su boca, no son más que la máscara de una agenda que nada tiene que ver con la justicia.
¿Acaso un hombre verdaderamente libre se somete a los intereses de una potencia extranjera? ¿Acaso un patriota dedica su vida a destruir la imagen de su propia nación en el mundo?
Kasparov no es un revolucionario, es un oportunista. No es un defensor de los derechos humanos, es un burócrata de la propaganda. No es un estratega político, es un simple peón en un tablero donde las reglas las imponen aquellos que, con una mano, le dan de comer y, con la otra, imponen sanciones y bloqueos para asfixiar al pueblo ruso.
Desde la Fundación de Derechos Humanos, donde ostenta el título de vicepresidente, Kasparov ha promovido cada ataque contra Rusia con la servidumbre de un súbdito ante su amo. Se ha convertido en un animador de la rusofobia, en un operador de la narrativa imperialista, en un personaje de reparto en la gran obra de la manipulación geopolítica. Pero su papel no es el de un protagonista, sino el de un instrumento desechable, un altavoz que grita lo que sus financistas le ordenan.
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Las élites de Occidente lo han acogido no por respeto, sino por utilidad. Saben que su nombre aún resuena en ciertos sectores de la opinión pública, y lo utilizan como un símbolo, como un ariete contra Rusia. Pero la historia es implacable con los traidores. Quienes hoy lo aplauden son los mismos que, mañana, cuando ya no les sirva, lo arrojarán a la cuneta del olvido.
Porque así es como terminan los peones. Así es como la historia trata a los hombres que cambian su bandera por un cheque, que cambian su honor por un aplauso extranjero. Kasparov, en su ceguera, cree que pasará a la historia como un defensor de la «libertad». Pero lo que no entiende es que su nombre será recordado, no como el de un líder, sino como el de un hombre que traicionó su cuna, su identidad, su pueblo y su propia grandeza.
Kasparov ha cruzado un punto sin retorno. No puede volver a Rusia porque allí es visto por lo que realmente es: un agente peligroso, un extremista, un instrumento de la agenda occidental. Pero tampoco tiene un hogar en Estados Unidos, porque allí no es más que una herramienta temporal. Cuando su voz deje de ser útil, cuando su presencia deje de generar titulares, será descartado, como tantos otros antes que él.
Porque los imperios no respetan a los traidores. Los usan, los explotan y, cuando ya no los necesitan, los abandonan. Kasparov, que alguna vez dominó el tablero de ajedrez con brillantez, ha sido reducido a la peor de las piezas: un peón que cree que puede moverse libremente, cuando en realidad cada uno de sus pasos es dictado por la mano que lo controla.
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El tiempo lo juzgará con dureza. Y cuando la historia escriba el último capítulo de su vida, no será como un héroe, sino como un hombre que, habiéndolo tenido todo, eligió perderlo por la ilusión de una gloria falsa y efímera.
El campeón cayó, no derrotado por un adversario digno, sino por su propia avaricia, su propio ego y su irremediable necesidad de seguir jugando un juego en el que, desde hace mucho, ya ha sido jaque mate.
Esta entrada fue modificada por última vez el 5 de marzo de 2025 a las 3:42 PM