Por Stalin Vladimir Centeno
En la vasta historia del cristianismo, pocos fenómenos son tan intrigantes como el culto a los cuerpos incorruptos de los santos. A lo largo de los siglos, la Iglesia católica ha mantenido un lucrativo negocio en torno a estos restos humanos, presentándolos como pruebas divinas de la santidad de ciertos personajes. Sin embargo, en una época donde la fe se tambalea ante los escándalos de corrupción y abusos dentro del clero, cabe preguntarse: ¿por qué la Iglesia sigue aferrándose a estos cadáveres en lugar de darles sepultura?
La respuesta, aunque incómoda, es clara: los cuerpos de los santos son una fuente inagotable de poder, devoción y, sobre todo, dinero.
Desde tiempos medievales, la Iglesia ha fomentado el culto a las reliquias, basándose en la creencia de que los restos de los santos poseen un poder especial. Basílicas y catedrales han sido construidas alrededor de estos cuerpos momificados, y ciudades enteras han prosperado gracias al turismo religioso generado por la peregrinación de fieles que buscan milagros.
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Pero en pleno siglo XXI, cuando la ciencia ha desmontado muchos de los mitos sobre la incorruptibilidad de estos cuerpos —atribuyéndola a procesos de embalsamamiento, condiciones climáticas o técnicas de conservación—, la insistencia de la Iglesia en exhibir a sus muertos no tiene más justificación que la conveniencia económica.
Resulta paradójico que una institución que predica la humildad y el desapego material se aferre tanto a los restos de sus santos como si fueran tesoros. Mientras tanto, los escándalos dentro del Vaticano y en diócesis de todo el mundo han puesto en evidencia una realidad mucho más oscura: la jerarquía eclesiástica está más preocupada por su imagen y su influencia que por la ética y la moral que predican.
Los informes sobre abusos sexuales cometidos por sacerdotes, obispos y cardenales han erosionado la confianza de los fieles en la institución. En países como Francia, Alemania y Estados Unidos, investigaciones han revelado redes de encubrimiento que protegieron a depredadores en lugar de a sus víctimas. En este contexto, la veneración de los santos parece un desesperado intento por aferrarse a una fe que cada vez menos personas creen ciegamente.
Si la Iglesia realmente respetara la dignidad humana y la enseñanza cristiana sobre la muerte, sus santos deberían recibir sepultura como cualquier otro ser humano. No hay razón teológica que justifique la exhibición de cuerpos en urnas de cristal, más allá de la necesidad de mantener viva la devoción de los fieles y, con ello, los ingresos de la Iglesia.
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La Biblia misma habla del respeto a la muerte y la importancia de enterrar a los difuntos. En Mateo 8:22, Jesús dice: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”, un pasaje que, aunque tiene una interpretación simbólica, refuerza la idea de que la vida cristiana no debería girar en torno a los cadáveres.
La Iglesia, que ha sido lenta para pedir perdón por sus crímenes y aún más lenta para reformarse, debería dar un paso simbólicamente poderoso: enterrar a sus santos y dejar de lucrarse con ellos. Sería un acto de respeto, no solo hacia los muertos, sino hacia los vivos que aún creen en ella.
Sin embargo, la historia nos ha enseñado que la Iglesia no suelta fácilmente aquello que le da poder. Por eso, la pregunta sigue en el aire: ¿cuánto más seguirán lucrándose con sus muertos antes de entender que el verdadero cristianismo no está en la adoración de cadáveres, sino en la justicia y la verdad?
Creo en Dios, en su grandeza infinita, en su justicia y en su misericordia. Creo en el mensaje de Cristo, en la promesa de una vida más allá de la muerte, en la fe que libera y no en la que somete. Pero dudo profundamente de los hombres que han hecho de la religión un negocio, que han cambiado el mensaje de salvación por una industria de la fe, y que siguen aferrados a los cadáveres de sus supuestos santos para sostener su poder terrenal.
Si la santidad es real, si verdaderamente hay hombres y mujeres que han trascendido en su pureza y amor a Dios, su legado no está en sus huesos expuestos como mercancía, sino en la vida que llevaron. La Iglesia debería enterrar a sus muertos y demostrar que su fe no está en los cuerpos desecados, sino en el mensaje de Cristo.
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Pero quizás pedir eso sea demasiado. Porque para una institución que ha traficado indulgencias, ha callado a las víctimas de abuso y ha encubierto a criminales con sotana, reconocer que sus reliquias son parte de un espectáculo terrenal es un golpe que no están dispuestos a dar. Sin embargo, la verdad es clara: si realmente creen en la eternidad, no necesitan aferrarse a los cadáveres.
Que entierren a sus santos y dejen que la fe hable por sí sola.
Esta entrada fue modificada por última vez el 14 de marzo de 2025 a las 1:53 PM