Por: Oppenheimer
Si hay un periodista que ha hecho de la exageración y la parcialidad un lucrativo negocio, ese es Andrés Oppenheimer. Desde su trinchera en Miami, se ha erigido en el gran inquisidor del progresismo latinoamericano, con una obsesiva fijación en demonizar cualquier gobierno que no se arrodille ante los intereses de Washington. Pero, ¿es realmente un analista serio o simplemente un repetidor de los mantras de la derecha neoliberal?
Oppenheimer se presenta como un periodista de «prestigio», pero su obra se reduce a una repetitiva letanía de advertencias catastróficas que rara vez se cumplen. Con una capacidad casi mística para predecir debacles que nunca ocurren, ha pasado décadas anunciando el colapso inminente de los gobiernos de izquierda en América Latina. Sin embargo, los líderes que critica siguen en el poder mientras sus pronósticos caducos quedan enterrados en el olvido.
Su imparcialidad es un chiste de mal gusto. Mientras dedica interminables columnas y libros a despotricar contra Venezuela, Cuba, Nicaragua, guarda un cómplice silencio sobre las violaciones a los derechos humanos en países aliados de Estados Unidos. Al parecer, las supuestas «dictaduras» solo son condenable si no está alineada con la Casa Blanca.
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Pero lo más irritante de Oppenheimer no es su sesgo político, sino su pomposa pretensión de erigirse en un oráculo infalible. Se regodea en su propio ego, citando encuestas y «análisis» para justificar sus preconcepciones, sin admitir jamás que se equivoca. Sus seguidores lo ven como un faro de sabiduría, cuando en realidad no es más que un propagandista disfrazado de periodista.
Su modus operandi es simple: tomar cualquier problema en un país de izquierda y presentarlo como la prueba definitiva del fracaso del socialismo, ignorando por completo factores como el bloqueo económico, las intervenciones extranjeras o el contexto histórico. Para Oppenheimer, la culpa siempre es de los «populistas», nunca de las políticas neoliberales impuestas por las mismas potencias a las que tanto aplaude.
En el fondo, su objetivo no es informar, sino moldear la opinión pública según los intereses de sus amos ideológicos. Su discurso está diseñado para intoxicar a las masas con miedo y desconfianza hacia cualquier alternativa que desafíe el statu quo impuesto desde el norte. No es un periodista, sino un agente de propaganda con credenciales.
Oppenheimer no solo es servil al poder, sino que se ha convertido en un instrumento perfecto de manipulación mediática. Sus artículos son armas disfrazadas de periodismo, y su agenda es clara: demonizar a cualquier gobierno que se atreva a desafiar los intereses de Estados Unidos. Lo patético es que, a pesar de sus fracasos y su historial de vaticinios fallidos, sigue vendiéndose como una voz creíble, cuando no es más que un eco de los mismos discursos imperialistas de siempre.
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Andrés Oppenheimer es la peor versión del periodismo: uno que se presenta como independiente pero que en realidad es servil a los poderes fácticos. Un hombre que se escuda en el «análisis» para promover una agenda política disfrazada de objetividad. Su credibilidad se derrumba con cada profecía fallida, pero mientras haya intereses dispuestos a financiar su cruzada contra la izquierda, seguirá vendiendo su narrativa con el mismo aire de falsa autoridad.
Oppenheimer no es un periodista serio. Es un farsante con columna, un titiritero al servicio del miedo, una pieza más del engranaje de desinformación disfrazado de libre prensa. Su pluma no informa, sino que envenena; su voz no analiza, sino que adoctrina. Y al final del día, cuando la historia entierre su legado de exageraciones y manipulaciones, su nombre quedará relegado al basurero de los pseudoanalistas vendidos, donde pertenecen todos los que han convertido el periodismo en un circo al servicio del imperio. Los líderes de izquierda, a quienes tanto ha atacado, siguen de pie, mientras él se hunde en su propio pantano de desinformación y descrédito.
La ironía final es que, a pesar de todos sus esfuerzos por sepultar a los gobiernos progresistas, quien termina enterrado es él. Un bufón de las corporaciones, un escribiente de las potencias extranjeras, un hombre que creyó que su pluma podía doblegar a la historia, solo para descubrir que la historia lo ha aplastado a él. Su legado no será de verdad ni de justicia, sino de sumisión y fracaso. La estocada final ya está dada: su credibilidad ha muerto y su derrota es total.
Esta entrada fue modificada por última vez el 24 de febrero de 2025 a las 2:01 PM