Hola. Hace mucho tiempo que no te escribía, ¿verdad? Imagino que, al ser tan observadora y analítica (aptitudes que heredaste de mí), estarás intentando descifrar el porqué de mi carta. Bueno: te escribo para darte las gracias.
Hoy el mundo es muy diferente a cómo solía ser, y gracias a ti he podido ser parte de este cambio; gracias a ti, yo también he cambiado. Al principio fue difícil, no voy a negarlo. Desde pequeña fuiste contra la corriente predominante. Yo quería acompañar tu crecimiento usando la misma fórmula que mis padres usaron conmigo y mis hermanos, pero tu generación levantó una voz que desafió todo lo que conocía.
Querías ser arqueóloga (ya no tengo registro de las veces que vimos Jurassic Park). Vivías enterrando cosas en el patio, y desenterrándolas más tarde fingiendo un hallazgo. El barro cubría cada centímetro de tu cuerpo aventurero y eso enervaba a tu abuela, quien decía debías ser más “delicada”.
En tus cumpleaños obviabas los regalos predeterminados. Cocinitas y joyería terminaban minando los cientos de hoyos en el terreno de nuestro hogar. Sin embargo, cuando te compraban prendas color rosa las usabas con mucha alegría; algo que llenaba de esperanza a tu abuela. Aunque, para su sorpresa, y antes que se emitiera ningún comentario, con respeto y autoridad decías: “no me gusta porque sea un color ‘de nena’, yo soy Jazmín, y los jazmines son de este color”. Gracias a eso, detectamos tu daltonismo pronto; pero también comprendimos que tú y tus amigas estaban configuradas de otra forma: no deseaban ser rescatadas ni esperar en el castillo; querían gobernar.
De adolescente te enamoraste del deporte y de la lectura. Querías saltar tan alto como tus fuerzas te lo permitieran y jamás te comparaste con nadie basándote en colores, clase social o género, solo querías dar lo mejor de ti. Es más, te enojaste cuando segmentaron las carreras dividiéndolas entre varones y mujeres, y junto a tus amigas pidieron competir en el evento principal. Terminaste en cuarto puesto, por encima de muchos favoritos.
Recuerdo cada momento: mi asombro al saber que no querías vestidos ni fiestas especiales, preferías dinero para viajar; y mi furia al discutir contigo sobre cómo deberías vestir y perder cada argumento, al fin y al cabo, ¿de quién era el cuerpo? Me preocupaba que no te pasara nada, que nadie te lastimara por vestir así, ¿pero qué clase de pensamiento era ese? ¿Acaso era tu responsabilidad? ¿Por qué te privaría de tu libertad y comodidad por miedo? En ese momento me enseñaste mucho.
¡Qué orgullo sentí cuando cuando decidiste estudiar Ingeniería Civil! La tendencia por las honorables profesiones relacionadas con el cuidado, la educación y la salud se quebraba en nuestra familia. Mi arqueóloga favorita ya había descubierto todo lo que necesitaba descubrir, ahora quería construir.
Fue a partir de allí que me cuestioné: ¿cuándo había comenzado a pensar así? ¿En qué momento pasé de ser un padre temeroso y prejuicioso para convertirme en un compañero que te brindaría su fuerza en una lucha por ideales que no son tuyos, son nuestros? No porque fueras mi hija, sino porque entendí que tus sueños, planes, deseos, necesidades y oportunidades debían ser respetados y potenciados. Que la biología no determina el futuro de nadie, nuestras decisiones lo hacen. ¿Cuándo dejé de soñar con verte “vestida de blanco”? ¿Cuándo olvidé las exigencias de que “me hicieras abuelo”? ¿En qué momento acepté que tu pareja, tu compañero de vida, no tuviera que cumplir ningún requisito o superar ninguna expectativa para estar contigo? No debía de pagar dote ni mantenerte; simplemente debería amarte, respetarte y permanecer a tu lado, potenciando tu futuro.
¿Qué habré hecho de bueno en esta Tierra para que se me premiara así? Probablemente, amarte. Porque el amor es como pisar descalzo la orilla del mar: sin importar cuánto te resistas, si permaneces allí, termina llevándote hacia él. Y así fue que me arrastraste a una realidad desconocida para mí: “es mi techo, son mis normas”, “yo sé lo que es mejor para ella PORQUE SOY SU PADRE”. Todos mis argumentos se disiparon ante la inocente y pura mayéutica de una niña que preguntaba siempre: ¿por qué, pa? Ante la determinación de una generación valiente (e inteligente) que entendió que, más allá de las revoluciones, las marchas y la teoría, solo el amor es capaz de transformar las realidades más adversas (y yo soy ejemplo vivo de ello).
Aunque, probablemente, no te hayas dado cuenta, incluso sin título, tu destino siempre fue la construcción, dedicaste tu vida a construir; no puentes ni estructuras públicas (no aún), sino ideas, vidas y un futuro que, algún día, mis nietos (si es que lo decides así) disfrutarán.
Así que gracias. Gracias por mostrarme el camino a seguir y por darme el privilegio de caminar contigo. Gracias, mi Jazmín rosa, mi arqueóloga, mi amiga, por ayudarme a cambiar y por permitirme ser parte activa de esta construcción. Por recordarme siempre que cada acción vale y cada detalle cuenta.
Esta entrada fue modificada por última vez el 12 de marzo de 2017 a las 1:34 PM