Ernesto Mejía Sánchez: A cien años de su natalicio

Foto Cortesía / Ernesto Mejía

POR: Jorge Eduardo Arellano

 

I

Autor fundamental de las letras nicaragüenses y mexicanas del siglo XX, Ernesto Mejía Sánchez (Masaya, Nicaragua, 6 de julio, 1923-Mérida, Yucatán, México, 28 de octubre, 1985) es también uno de los mayores poetas mallarmeanos (en la línea de Stéphane Mallarmé) de Hispanoamérica y acaso el hombre de letras más completo de Nicaragua. El único, al menos, que alcanzó nivel transoceánico como crítico e investigador literario. Sin lograr obras de síntesis como Pedro Henríquez Ureña, dejó una extensa y dispersa producción erudita que abarca casi medio centenar de títulos entre libros, folletos, antologías y ediciones de y sobre epígonos de la poesía, la narrativa y el pensamiento en lengua española.

Sin ánimo de llenar varios párrafos de nombres, enumero los autores a quienes entregó sus principales afanes y desvelos: Bartolomé de las Casas, Gaspar García de Villagrá, el Príncipe de Esquilache (Francisco de Borja), Juan Francisco de Páramo y Cepeda, Marcelino Menéndez Pelayo, Miguel de Unamuno y Azorín, por citar siete españoles. Luego, a grandes letrados de Hispanoamérica, comenzando por los mexicanos: Servando Teresa de Mier, Carlos María de Bustamante, Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Luis G. Urbina, Julio Torri y Alfonso Reyes; a los sudamericanos Andrés Bello, Juan Montalvo, Domingo Faustino Sarmiento, Rufino Blanco Fombona, Rómulo Gallegos; y a los centroamericanos Rubén Darío y Salomón de la Selva. Finalmente, a los antillanos José Martí, Eugenio María Hostos, Pedro Henríquez Ureña y José Luis González. De todas estas veinticinco figuras capitales, despertaron su mayor interés Darío, Reyes y Martí, a quienes consagró acuciosas indagaciones.

Si bien inicialmente se formó en su país natal, aprovechando el magisterio de los maestros de la vanguardia y constituyendo con Carlos Martínez Rivas y Ernesto Cardenal la llamada Generación del 40, fue en la capital de México donde cursó su maestría en letras españolas, entregándose luego de lleno a labores filológicas y a la docencia en la UNAM. En la patria de Juárez —para él mucho más que su segunda patria— vivió más de la mitad de su existencia y publicó la mayor parte de su producción literaria.

No en vano fue en México donde llevó a cabo la edición de la poesía y los cuentos completos de Rubén Darío, más diez volúmenes de las Obras completas de Alfonso Reyes, ese coloso del saber literario universal. Asimismo, México le reconoció sus altos méritos con los premios Xavier Villaurrutia (1969) y Alfonso Reyes (1980). Este mismo año la editorial Joaquín Mortiz le publicó Recolección a medio día, obra reeditada en 1995 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, de la cual procede la Antología poética que el Festival Internacional de la Poesía de Granada —dedicado a su memoria— editó en febrero de 2016 para distribuirla entre los poetas invitados tanto extranjeros como nacionales.

Nicaragua no se quedó atrás en valorar la obra y la ética de Mejía Sánchez. Este, en 1947 y 1950, ganó y compartió el Premio Nacional Rubén Darío, rama de poesía; el 26 de junio de 1955 fue incorporado a la Academia Nicaragüense de la Lengua con la investigación “Las humanidades de Rubén Darío” y en 1971 la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua le otorgó el doctorado honoris causa; “Amado Nervo y modernismo” fue el título de su lección magistral. Posteriormente, el gobierno revolucionario de los años ochenta le nombró embajador en España y Argentina.

No obstante, su relación con Nicaragua resultó compleja y conflictiva. Así escribió: Yo me alcé con mi amor contra toda tiranía, me robé una criatura, / amada e imperfecta como la patria. Desde hoy / en parte alguna soy extranjero. Yo la recibí/ opaca y deslucida, pero la frotaré con mi alma/ para que brille, para verme al fin como soy: / Sé que soy un mendigo, a los treinta años de mi edad. / Orgulloso como un mendigo, pobre pero libre (“El extranjero”).

Por otro lado, Mejía Sánchez mantuvo siempre una estrecha vinculación personal con España. Allí hizo amistades de fondo con coetáneos suyos, como José Agustín Goytisolo, durante su estada peninsular de 1951 a 1953. Al residir en el Colegio Mayor Nuestra Señora de Guadalupe, dejó parte de su obra poética en La Tertulia —decorosa revista de la que fue uno de sus fundadores— y en la antología Cinco poetas hispanoamericanas en España (1953) con el colombiano Eduardo Cote Lemus, el dominicano Antonio Fernández Spencer y el chileno Miguel Arteche. Allí su poesía encontró afinidad espiritual e iluminada fecundación en la del catalán Carles Riba; allí, en fin, terminaría de formarse con Antonio Rodríguez-Moñino y las ediciones de la Revista de Occidente lo incorporaría, en su serie Cimas de América, sus Cuestiones rubendarianas (1970).

 

II

En 2016 se publicó su más reciente Antología poética, la cual confirma al lúcido muságeta que fue Mejía Sánchez, perteneciente a la estirpe de quienes se han asomado, sin miedo y con honradez, a las zonas más turbias de la conciencia, para extraer de sus aguas ondulantes y tenebrosas el testimonio de una honda revelación. Más aún: guiado por el afán de penetrar con lucidez en los enigmas del mundo, no intenta establecer la tranquilidad de una verdad oficial u oficiosa, consagrada o establecida. Su motivación es otra: el ejercicio supremo de la inteligencia para constituirse en un poeta auténtico, vivo y vigente.

Por algo, a partir de la segunda mitad de los cuarenta, Mejía Sánchez dominaba ya definitivamente e idioma como vehículo de expresión rigurosa, mágica y exacta, revelándolo en Ensalmos y conjuros (1947), textos breves de una permanente pureza, vinculados al sustrato supersticioso del pueblo mesoamericano. La misma revelación poseía  La carne contigua (1948): poema extenso en versículos de intensidad y hermosura únicas, donde su autor recrea el pasaje bíblico del incesto de Thamar y Amnón, superando a sus predecesores remotos e inmediatos, incluyendo a Federico García Lorca. De una concentrada elaboración, esta poesía aumentó su carga lírica en La impureza (1950), inédita hasta 1972; en El retorno (1952) ––el más cultista de sus poemas, escrito en lujosos tercetos endecasílabos sin rima–– y en Contemplaciones europeas (1957).

Vale recordar que esta obra compartió con Tórrido sueño (poemario del nicaragüense Alberto Ordoñez Argüello y del cuscatleco Serafín Quiteño) el segundo premio del Primer Certamen Centroamericano de Cultura, rama de poesía (San Salvador, 1955) debido, según el jurado, a su singular madurez, pureza de expresión y novedosa modalidad que puede servir de orientación hacia rumbos inéditos de la poesía centroamericana. Integraban dicho jurado el guatemalteco Alberto Velásquez, el nicaragüense Pablo Antonio Cuadra y el tico Arturo Agüero.

En estas obras Mejía Sánchez entreteje claves y alusiones secretas, enigmáticas, en función de una potencialidad verbal que trasmuta la insolencia creadora en humilde artesanía (“Vers pour Mallarmé”). Esta actitud le impulsaba a ejercer un conjuro sobre la lengua, a conseguir la selección más extrema y lograr indiscutibles aciertos, sustentados en un amplio fondo de erudición que circula acompañando su volcada intimidad. Desde luego, la disciplina de lo minucioso, su carácter profesional de filólogo, lo prepararon para alcanzar el señorío de lo exacto ––como diría Salomón de la Selva–– que es su poesía.

Desde esta perspectiva, el poeta recurre al juego de palabras que eleva a categoría poética; a recursos personalísimos como el retruécano, la descomposición de vocablos o unificación de los mismos: Quizás llegaron cuando yo era tu yo / y yo era tuyo (“Las fieras / Jardín des Plantes”) y el continuo, eficaz recurso de la paranomasia: amanece  con todas las luces y colores inimaginables, imaginados, sin imagen y semejanza, sin imaginación ni delirio (“Patria amada”). Con ella obtiene ingeniosas construcciones: “La muerte de Somoza, como la de Foster / dice Ike, es una pérdida, ¡ay! / para el mundo libre” (“La muerte de Somoza”), o verdaderos hallazgos: Y no me diga usted nada del amanecer que es para pegar un grito al cielo, porque allí está el cielo al alcance de todo grito (“Nicaragua celeste, II”); o logros completos: “…vienen cantando que es buena la cosecha, que está a la vista, que está ya lista, que estalla limpia, la Nueva Milpa”.

Simultáneamente recurre a la fundición de elementos hiperartísticos e hipervitales, como los tomados de la Biblia (en la versión protestante de Casiodoro de la Reina, impresa en el siglo XVI) que tiene en él significación literaria, no religiosa. Lo mismo puede afirmarse de otros muchos motivos inspiradores de vivencias profundas y obsesivas: la soledad y la purificación, el ángel y el demonio, los espejos deformantes y el amor inconquistable, la confusión de la existencia y el regreso a los libros, la propia poesía y la palabra precisa, los ojos y los labios, la crucifixión y el escarnio, lo inmutable y lo pasajero, la noche laboriosa y el hundimiento en la experiencia presente y delirante.

Otro de los sentidos de su mensaje fue de signo moral o moralista, el cual le condujo a proyectar una dimensión política efectiva que incluye el testimonio de la lucha de su pueblo por su liberación política a través de epigramas como “A los poetas en exilio” y “La cortina del país natal”: el primero traducido al polaco y el segundo al alemán, insertos ambos en Poesía revolucionaria nicaragüense (México, Ediciones Patria y Libertad, 1962, pp. 81 y 89).

También su veta política abarca la impugnación de los regímenes totalitarios, confirmando la libertad creadora más allá de las ideologías y defendiendo siempre lo humano: Y yo que quería escribir lo que me viniera / en gana, como un hombre y ellos me dijeron / que era pura mariconería, que las ideas / debían ser revisadas. Yo les dije que la poesía / se escribía con palabras y que la política, / sin ideas… Y a mi hermana la monja la dejaron desnuda / en plena calle y a mis niños les dieron un silabario / perfecto, intolerante, sin elogio de la locura. / Yo no tengo nada contra los negros ni contra / la repartición de la tierra; pero no estoy / conforme con la sumisión de la letras negras / de la imprenta ni con el despilfarro de balas / rojas de odio. El capitalismo está sentenciado. / Yo moriré con él, dicen, y muchos más morirán. / ¡Pobres de nosotros, y sin haberlo gozado! (“Libertad de pensamiento número 2”).

Esa misma defensa humanista, inherente a su ser, le indujo a elegir el recato con todas sus connotaciones de honestidad y decoro, pudor y cautela, como afirma en su “Autorretrato en otoño”, autoexamen y ars poética a la vez: Sin teatro ni patria, ni lágrimas ni prisa, yo me elegí el recato… El sentido anterior puede detectarse, sobre todo, en sus abundantes poemas en prosa ––o prosemas–– que constituyen su principal aporte a la poesía del siglo XX. Breve e intensa, con su tono estructural propio y conservando dos fuerzas ––una anárquica y destructiva, otra lúcida y organizadora––, esta prosa poética no ha tenido en español, desde Rubén Darío, otro cultivador sorprendente y maestro como él.

En resumen, Ernesto Mejía Sánchez desafió al tiempo, contribuyendo humildosamente a la perfección del mundo, inclusive del yo.

Esta entrada fue modificada por última vez el 27 de noviembre de 2023 a las 12:28 PM