Por: Fabrizio Casari
Las escenas de violencia en Venezuela, donde los nuevos ‘guarimberos’ atacaron a hombres, oficinas y símbolos de la institucionalidad del país, deben ser descifradas como lo que son: un intento de golpe de Estado querido y apoyado por Estados Unidos como todos los intentos anteriores en la historia de las relaciones entre Estados Unidos y Venezuela. El objetivo era (y sigue siendo) el derrocamiento del gobierno de Maduro y la instauración de un régimen de ultraderecha similar, en muchos aspectos, al de Noboa en Ecuador y – con algunos rasgos prestables – al de Milei en Argentina.
La fisonomía golpista de la derecha venezolana no sorprende. La identidad subcultural, hidrofóbica, impregnada de clasismo, racismo y odio hacia adentro, combinada con dosis masivas de malinchismo hacia afuera, son las connotaciones típicas de la derecha latinoamericana en general y encuentran en la venezolana el punto de máxima expresión.
Pero aunque la derecha continental cuente con bloques sociales, votos duros, apoyo político y empresarial, herramientas mediáticas, finanzas y relaciones internacionales, donde hay una izquierda que cumple con su misión, la derecha no puede convertirse en mayoría electoral. El único instrumento viable para ella, además, connotado a su dimensión ideológica, es por tanto la toma violenta del poder. Porque los tiempos de espera para volver a ser mayoría electoral son largos (allí donde existen) e irreconciliables con la urgencia de frenar el cambio internacional del que la propia América Latina es en parte inspiradora y en todo caso protagonista.
El golpismo no es (sólo) una conspiración de perversos, sino un modo preciso de acción política. Pero si bien no es (sólo) una conspiración de perversos, también es cierto que no hay conspiración de perversos que no haya sido concebida por un conspirador aún más perverso. Los funcionarios del terror actúan en deferencia a una idea de gobierno que representa sin pudor intereses poderosos. Surge principalmente de la negación de las reglas democráticas, de la no aceptación del fundamento de la democracia, es decir, la libertad de expresión y la participación en la vida política y electoral de todos los ciudadanos. El principio universal de participación es visto como una afrenta a la dimensión del poder político que pertenece, según ellos, a la clase a la que pertenecen y tiene como rasgos identitarios el fascismo, el racismo, el clasismo y el machismo.
Con su reivindicación de la supremacía de una raza hispánica de raíces europeas y la confirmación de su destino pretendiendo estar en la cúspide de toda pirámide social, maldicen haber nacido en el Sur y creen que apoyando al Norte pueden encontrar su lugar. Contiene una idea de la dominación del Norte sobre el Sur que nunca ha perdido su vigor, incluso cuando se ha querido hacer creer que era la adhesión a los principios democráticos y el fin de la guerrilla lo que habría eliminado de raíz los impulsos golpistas y dictatoriales.
Saben que la mera función de vasallaje al gigante del Norte mantiene a pueblos y países en la miseria, pero garantiza su riqueza y defiende los asquerosos privilegios que la caracterizan. Es, por excelencia, la aplicación del postulado principal de la Doctrina Monroe, que produce una coincidencia de intereses entre el imperio y la oligarquía latinoamericana: la cooptación de la casta oligárquica encuentra, en la alianza con EEUU, una extraordinaria coincidencia ideológica y programática que se expresa en la ayuda mutua y ve en el anexionismo una especie de destino natural al que hay que acompañar y nunca oponerse.
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Luego está el aspecto de contrarrestar las políticas socioeconómicas que, allí donde se establecen gobiernos de izquierdas, tienden a invertir las prioridades de gasto en dirección a los menos pudientes, interrumpiendo la transferencia de recursos públicos al sector privado. Las inversiones en derechos universales suponen una amenaza mortal para la dominación de clase, porque allí donde las necesidades generan derechos, los privilegios pierden ciudadanía.
Sin embargo, el golpismo no es patrimonio exclusivo del paisaje latinoamericano: la propia Europa – España, Italia, Grecia, Portugal, Rumanía entre otros – ha sido su víctima. Pero el continente latinoamericano sigue siendo el territorio más propicio para los experimentos de torsión violenta del orden democrático: por otra parte, esto se ve reconfortado por su historia como laboratorio político de las técnicas de dominación a las que Estados Unidos ha sometido históricamente al subcontinente.
LOS MODELOS OPERATIVOS DEL GOLPISMO
La entrada de la tecnología en los procesos de cambio social ha provocado modificaciones prácticas, no conceptuales, en las doctrinas golpistas. Éstas se producen en medio de una transición que, en algunos casos, todavía tiene el rostro histórico de la aventura en la que los militares toman el mando de los países; en otros, la metodología aplicada se basa en la desestabilización y se apoya en una alianza entre sectores oligárquicos, jerarquías eclesiásticas y extrema derecha.
Cuando, por falta de condiciones objetivas, las dos opciones mencionadas se tornan impracticables, existe el «Plan C«: dejar el gobierno de algunos países clave para el orden geopolítico latinoamericano a una opción electoral diferente en la forma pero similar en el contenido. Esta apertura parcial y a veces forzada de la fiera permite el mensaje de una supuesta veta democrática en la que se reconocerían militares, empresarios, extrema derecha e iglesia. Nada más falso. Se trata del gorila, que para la ocasión se presenta con traje y corbata.
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La particularidad del golpismo latinoamericano es que cruza las necesidades de dominación de las oligarquías locales y del capitalismo estadounidense, y que ambas adquieren connotaciones numéricamente significativas gracias también al apoyo incondicional de las jerarquías eclesiales y del evangelismo (entre ellos en feroz competencia pero ambos alistados para la causa común) y por tanto decisivos para cimentar y estructurar el consenso de masas a la estrategia imperial. Y es precisamente en Estados Unidos donde el modelo contemporáneo de conspiración golpista, comúnmente identificado con las estrategias de guerra híbrida, expresa el sentido más profundo de los intereses estadounidenses. Funciona en clave de escuela el intento (y repetido) de golpe de Estado en Venezuela. Difícil de ignorar que la idea de derrocar al chavismo mediante un golpe de Estado ha existido desde el primer día en que el Comandante Chávez asumió su cargo en Miraflores. Hoy, cualquiera que sea la interpretación que se le quiera dar, debe catalogarse como parte fundamental de una más amplia operación de «recuperación» del continente por parte de Washington.
En el actual contexto internacional, con los capitales desplazándose del Norte al Sur, con la reconversión verde de las economías marcando los tiempos y los combustibles fósiles conservando su valor estratégico, con todo el Occidente colectivo teniendo que prescindir de los hidrocarburos rusos pero teniendo en el Golfo Pérsico amigos menos fiables que antaño, las extraordinarias reservas de petróleo convencional y no convencional de Venezuela, así como sus preciosos minerales, agua dulce y reservas de la biosfera, tienen un valor estratégico absoluto.
Veinte millones de barriles de petróleo al día transitan desde el Estrecho de Ormuz hasta las costas estadounidenses, y en la diferencia de coste entre los 44 días que tarda en navegar y los cuatro días que tardaría si el crudo procediera de Venezuela, se mide toda la «ansiedad por la democracia» de la Casa Blanca. Aquí, incluso antes de la narrativa política, se mide la actitud de EEUU hacia el continente.
Pasan las décadas y la historia no cambia: a cada proceso de emancipación y liberación, la derecha reaccionaria y conservadora opone la fuerza a la razón. Revoluciones que han sido enderezadas por un flagelo como las dictaduras oligárquicas que patinaron en la sangre de los justos, ya experimentaron en formas similares el intento estadounidense de derrocarlas por la fuerza. Las respuestas llegaron de forma tajante e inapelable. Parafraseando a Bertolt Brecht, no se podía, ni se puede, ser amable.
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Esto nos enseñaron los procesos revolucionarios que se convirtieron en gobierno: la afirmación de un proceso democrático basado en la participación popular no puede separarse de la necesidad de defender la constitucionalidad y la naturaleza institucional del sistema político y el resultado de las votaciones por cualquier medio y en cualquier momento. Defender la voluntad popular es la antesala de cualquier proyecto democrático y progresista, aún más de un proyecto socialista.
Incluso antes de ver afianzarse un proceso de cambio socioeconómico – deseable y necesario – luchar contra el golpismo significa reafirmar la legitimidad del cambio social y político. Un siglo y medio después, se reafirma la tesis de Marx que, al tiempo que rechazaba la idea de una democracia formal que no aboliera las desigualdades, preveía que la propia democracia liberal se volvería incompatible con el dominio del capitalismo desarrollado. Sigue vigente su invitación a elegir: socialismo o barbarie.
Esta entrada fue modificada por última vez el 11 de agosto de 2024 a las 2:50 PM