Edwin Sánchez
I
Las élites europeas que aún se creen las dueñas de Dios, de la Tierra, de la Humanidad, de la Democracia, de la Libertad, del Comercio, de la Economía, del derecho de acusar, juzgar y sentenciar a los que no se ajusten al monólogo de sus “valores occidentales”, mantienen sus queridas tradiciones coloniales: Quemar culturas.
Aquellas consideradas “inferiores”, “bárbaras”, “malignas”.
Para el establishment, es más importante la Constitución terrenal de una potencia, su visión del mundo, que la fe de millones, las luchas de un pueblo por alcanzar su verdadera independencia, las penurias inenarrables de sus antiguas colonias…
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Un principio elemental de los Derechos Humanos es la vida. Sin embargo, cuando esta es de una epidermis distinta, las cúpulas europeas no se acuerdan de la Carta de los DDHH de las Naciones Unidas. Y no es una persona, ni dos, son cientos de inmigrantes y refugiados que se ahogan en el Mediterráneo, sin que nada pase.
Las oenegés de derechos humanos, si acaso, dan sus recomendaciones pero sin los estruendos, invectivas, falsedades y escándalos de sus safaris por Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Y no hay banderas a media asta. No hay lágrimas. No hay lutos. Ni réquiem.
Ni siquiera Roma tiene por quién doblar las campanas.
Si a Europa le valía sus existencias, sus muertes a quién le importará.
Inglaterra pudo darse el lujo de entronizar a Carlos III con más de 100 millones de euros, pero para los desafortunados africanos no hay un solo euro. Sus restos quedan digitalmente enterrados en una nueva forma del olvido sin remordimientos: los dígitos estadísticos.
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Al parecer, es con la vara del desprecio que Europa ha medido mide a “los otros”.
La BBC señala que “Un informe del estadounidense Centro Pew de Religión y Vida Pública estima que hay 1.570 millones de musulmanes, casi la cuarta parte de la población mundial”.
Están repartidos en los cinco continentes.
Es decir, de cada cuatro personas en todo el orbe, una es devota del libro destruido en el país que paradójicamente otorga el Premio Nobel de Literatura.
Suecia solo sería un barrio perdido en esas inmensidades de creyentes.
Sin embargo, la doble moral “superior” de la democracia europea establece que es preferible prenderle fuego al Corán, atizado de las peores blasfemias a Alá, a Mohamed, a la fe islámica que irrespetar a la sacrosanta “libertad de expresión” de los únicos 10 millones 521 mil 556 de suecos que hay en la esfera terrestre.
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El fetiche predilecto por los más “civilizados” del planeta está más inclinado que la misma Torre de Pisa, solo que hacia la ultraderecha en vez de recostarse al sur como el famoso campanario de la Plaza de los Milagros que tanto hacen falta para humanizar a Europa.
Pero, ¿acaso es democracia dejar que los ultraderechistas impongan la vesánica agenda de su odio sincrético al desempolvar las antiguas cruzadas para castigar a los “pueblos herejes” y dictarles en qué deben creer, qué liturgias oficiar, qué guías religiosos autorizar y en qué dirección deben ir las oraciones? (Todo es que no vayan a La Meca).
¿Qué corona tienen los inmorales sucesores de Hitler para negarle visa de entrada a una religión?
¿Qué corona tienen los que con las llamas de Torquemada no esconden el despropósito de declarar al Islam una fe indocumentada?
¿Qué corona tienen los gobiernos y parlamentos que, por un lado, levantan la mano en favor de injustas medidas punitivas contra las economías de varios países, y por el otro, con el sello de sus brazos cruzados sancionan el fervor de las multitudes que nacieron con el pecado de no ser europeas?
II
El largo brazo medieval de la quema de culturas, que hoy prosigue, se extendió con las expediciones españolas en las tierras de los pueblos originarios de América.
Le pegaron fuego al conocimiento, a los códices mayas y aztecas, a todos los símbolos, a la riqueza de los viejos sabios de Mesoamérica y del Sur…
Todo fue satanizado. Todo fue llevado a las hogueras de la Santa Inquisición, tanto los libros antiguos, en cueros de venados, como a los versados en medicina y otras ciencias.
No pudieron incinerar las pirámides y se desquitaron con los descendientes de aquellos constructores de los monumentales testimonios de las avanzadas civilizaciones despreciadas como “primitivas”, “terroríficas” y “demoníacas”.
Todas las atrocidades fueron justificadas por los conquistadores en virtud del perfil que prefabricaron de los pueblos autóctonos.
Ninguna conciencia durmió mal. Cumplían con llevar el catecismo católico a los territorios del diablo. Era un deber patriótico y “cristiano”.
Los que estaban mal en el mundo eran “los indios”.
No tenían la piel de Dios, es decir, la de ellos: su melanina era el color del infierno.
No contaban con idiomas: eran dialectos.
No había religiones: eran supersticiones.
No poseían imágenes de santos blancos: eran ídolos.
Carecían de conocimientos: eran “salvajes”.
Los colonizadores más bien se sacrificaban con tal de sacarlos de las “tinieblas”.
Había que ser agradecidos, “entregándoles” tierras, yacimientos auríferos, mares, lagos, ríos, maderas, riquezas, porque al ser menos que hombres, no estaban aptos para ser propietarios de bienes.
Juan Ginés de Sepúlveda, un opositor a fray Bartolomé de Las Casas, juzgó: “es pues un hecho históricamente comprobado la barbarie que padecen los aborígenes del Nuevo Mundo y en consecuencia aplicando la filosofía de Aristóteles, resulta incuestionable su condición de siervos por natura y su deber someterse a los europeos que evidentemente representan una cultura superior” (Revista de El Colegio de San Luis, Nueva época, año VI, número 12, julio- diciembre 2016).
III
Euronews preguntó a Sten Widmalm, respecto a las “protestas” contra El Corán: “¿Qué tanto se puede reformar la ley para desautorizar estas profanaciones y a la vez proteger la libertad de expresión?
El profesor de ciencias políticas en la universidad de Uppsala y director del proyecto The Open Society respondió:
“Se teme que, si empiezan a implementar restricciones en las protestas, se restringirá forzosamente la libertad de expresión. No se puede tener todo a la vez. (…) Es complicado porque aún no sabemos qué cambios o concesiones habrá que hacer. No cabe duda de que hay miedo en la población, sienten que la situación se ha salido de control y quieren parar la violencia. Esto puede agrietar la coalición que gobierna el país, y pienso que, aunque cambiemos las leyes de libertad de expresión, las demandas de sectores religiosos extremistas van a seguir”.
Es decir, el problema son los musulmanes. Es el Corán. Son esos “religiosos extremistas”.
La “cultura superior” absuelve a los endemoniados pirómanos, a los provocadores y agitadores neonazis, y condena a las víctimas.
Lo más valioso es lo que Europa defiende: su “libertad de expresión”, esa misma que fue la de Ginés de Sepúlveda, y de aquellos frailes que declaraban a los pueblos originarios “incapaces de todos o al menos de algunos sacramentos, lo cual, conforme a las ideas teológicas de la época, equivalía a declararlos por irracionales”.
“Esta idea servía de base a soldados, encomenderos, teólogos y jurisconsultos para justificar las conquistas, para probar que era lícita la esclavitud de los indios o para disculpar las crueldades y tiranías de los españoles denunciadas con tanta energía por frailes de la orden de Santo Domingo, como fray Pedro de Córdoba, fray Antonio de Montesinos y más tarde fray Bartolomé de Las Casas (Memorias políticas de México).
Impulsores de la Paz activa, el Gobierno de Reconciliación y Unidad Nacional de Nicaragua, patentizó “Nuestro más decidido repudio a la arrogancia y saña que se manifiestan con estas insólitas prácticas, salidas de los horrores de las Inquisiciones y Guerrerismos que por egocentrismo y abuso pretendían imponer la Negación de los orígenes amplios de la Inteligencia y la Ciencia Humanas”.
Como hace ver la citada agencia, Turquía hizo esfuerzos para que Suecia impidiera el salvajismo de los peligrosos fundamentalistas europeos, pero fueron “en vano, puesto que el país escandinavo acabó no oponiéndose a la quema del libro ya que no viola las leyes del país y considera que debe respetarse la libertad de expresión”.
Así mima la oligocracia europea a la “niña de los ojos” de su democracia:
Que es lanzar culturas a las hogueras…
Que es dejar morir a los inmigrantes en el mar…
Que es el croar de los discursos eurocentristas, (diría el poeta Blas de Otero).
Que es dejar que nuestra época palpite al ritmo brutal del supremacista corazón de la metrópolis, hasta convertirlo en un campo de concentración global Nazi de última generación: su despiadado Siglo XXI Medieval.
Por ahora, los que presentan varias caras —y los que ni siquiera la dan—, los que lucen muchas máscaras y demasiadas imposturas, pueden estar tranquilo. La legislación protege a como sea, su odio de primer mundo.
Empero, sus leyes no calmarán la amargura de comprobar que el resto del planeta está habitado por gente que como los islámicos pueden ser ejemplos, incluso para otros credos, políticos ideológicos o religiosos, porque son de una sola cara, de una sola pieza y de una sola palabra: El Corán.
Y eso duele hasta en los tuétanos del alma, si es que mora en los modernos templos de Mammón: palacios, bancas, alcázares, castillos, hemiciclos, ciertas oenegés y medios.
Esta entrada fue modificada por última vez el 2 de agosto de 2023 a las 3:10 PM