Atilio A. Boron
El presidente Joe Biden tropieza con enormes dificultades a cinco meses de las cruciales elecciones de medio término de Noviembre, mismas que podrían llegar a poner fin a su mandato, no en términos legales pero de facto si los republicanos se alzan con la mayoría en la Cámara de Representantes y ganan algunos escaños más en el Senado. El desenfreno violentista (tiroteos indiscriminados casi a diario) y la proliferación de milicias armadas por todo el país lo instala en lo que algunos analistas como el profesor de filosofía Jason Stanley (Yale University) ha denominado “una fase legal del fascismo”. Fase que, según evolucione la situación global del país (económica, política y social) puede dar paso a la consolidación lisa y llana de un régimen fascista de partido único.
Por otra parte la situación económica está marcada por la extensión de la pobreza y una violenta escalada de precios, sobre todo de energía y alimentos, desatada por las absurdas sanciones económicas dirigidas en contra de Rusia y que gatillaron un “efecto boomerang” que está sumiendo a las economías de casi todo el mundo en una pesadilla inflacionaria. La incapacidad para garantizar leche de fórmula para millones de niños –algo sólo concebible en un país subdesarrollado- acentúa el malestar económico, lo que se refleja en un endeble 39 por ciento de aprobación de la gestión presidencial según la más reciente encuesta de la Associated Press. Dudas sobre su capacidad mental para seguir en el cargo; una desastrosa política exterior que en lugar de procurar un arreglo diplomático de la crisis en Ucrania alimenta la escalada del conflicto (para beneficio de los hampones del complejo militar-industrial); la demencial incoherencia de la política hacia China, advertida hace pocas semanas por Henry Kissinger y los resquemores de los dirigentes de su partido ante lo que temen el retorno de un “Trump Recargado”, frente al cual no existe liderazgo alternativo entre los Demócratas, todo esto, decimos, constituye el ominoso telón de fondo de la Cumbre de las Américas.
Declinación irreversible
¿Por qué un presidente acosado por tan formidables problemas convoca a una reunión como esa? Por la lectura simplista que los gobiernos estadounidenses tienen de esta parte del mundo, a la que pretenden controlar como se hizo durante gran parte del siglo veinte. No tienen la más pálida idea de los cambios que se produjeron en la región desde la irrupción de Hugo Chávez en adelante, y que cambiaron –de modo drástico en varios países- la percepción de los gobiernos del área sobre Estados Unidos, reconociendo que su declinación es irreversible y que estamos presenciando el amanecer de una nueva era geopolítica; que Washington siempre “se quedó en palabras” y nunca cumplió con sus promesas; que sólo buscó beneficiar los negocios de las empresas de su país y nada más. Eso es una constante desde la Cumbre de Quebec (2001) hasta hoy. A partir de la torpe lectura del establishment diplomático de aquel país se creyó conveniente convocar a una reunión, con irritantes exclusiones de Cuba, Venezuela y Nicaragua, para tratar de alinear a los gobiernos de América Latina y el Caribe en las guerras del imperio: en la actual, contra Rusia y en la que se viene, según el mediocre Secretario de Estado Antony Blinken, contra China. Se les escapó el detalle, nada menor por cierto, que el gigante asiático es primer o segundo socio comercial y financiero de casi todos los países del área, y que aún gobiernos muy inclinados a seguir las directivas de Washington su sumisión no llega a tanto como para morder la mano de China que es quién les da de comer.
Por eso, como dijo en reciente entrevista el Presidente Nicolás Maduro, la Cumbre no tiene agenda, planes, proyectos, ¡nada! Su único tema es perpetuar la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua, y nada más. Va de suyo que no habrá declaración conjunta y, probablemente, se plantee una discusión muy seria sobre temas que afligen a nuestros pueblos. De todos modos puede suponerse que los países de la CELAC exijan nuevas definiciones, y que tal vez sea Alberto Fernández, presidente pro tempore de la CELAC, quien tenga a su cargo decir lo que tantas gentes y tantos gobiernos piensan de nuestra relación con Estados Unidos. Por ejemplo, que Washington debe poner fin a su odiosa práctica de intervención y desestabilización en los países del área, ratificada mil veces en los documentos desclasificados del gobierno de Estados Unidos. El listado sería interminable y es por todos conocidos. Otro tema: acabar con el escandaloso doble discurso de Washington en materia de Derechos Humanos. Porque, ¿cómo explicar que Estados Unidos (al igual que Canadá) no sea parte de la Convención Americana de Derechos Humanos o que desconozca la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Penal Internacional . ¿Cómo es posible que el autoproclamado campeón de los derechos humanos a nivel mundial incurra en tan flagrantes contradicciones?
Aún más: América Latina y el Caribe se han autodefinido como “zona de paz.” ¿Cómo explicar la existencia de 76 bases militares que según el Comando Sur existen en nuestros países? ¿Bases para luchar contra quiénes, dónde está el ejército enemigo de Estados Unidos que justifica la presencia de tantas bases? No existen en la región fuerzas armadas de ningún país extra continental. No hay aquí tropas de Rusia, China o Irán. Entonces, si no existen fuerzas rivales, ¿no será que esas bases han sido instaladas para garantizar un acceso excluyente a nuestros recursos naturales estratégicos o para controlar a los pueblos de la región en caso de que éstos decidan marchar en una dirección incompatible con los intereses norteamericanos?
Libre comercio
Las sucesivas cumbres no dejaron de reclamar de nuestros países una apertura comercial mientras exaltaban las virtudes del libre comercio sin subsidios ni prácticas desleales. Sin embargo, la economía estadounidense es, en muchos ítems comerciales, fuertemente proteccionista, con barreras arancelarias y no-arancelarias y “cuotas de importación” utilizadas como instrumentos de disciplinamiento de los países más pequeños. Pero cuando desde los años noventa los países del área adoptaron los preceptos del Consenso de Washington los resultados originaron un holocausto social de gigantescas proporciones. El propio presidente Joe Biden ha repetido una y otra vez que la teoría del derrame no funciona, y que mismo en EEUU concentró de manera obscena la riqueza y le hizo perder competitividad a su economía. ¿Por qué nos siguen pidiendo que apliquemos una receta que fracasó inapelablemente? La experiencia argentina con el gobierno de Mauricio Macri volvió a demostrar los efectos devastadores de las políticas de liberalización, privatización y apertura indiscriminada de nuestras economías. No debemos volver a transitar por ese camino.
Debería exigirse ya mismo, sin dilación alguna, poner fin al criminal bloqueo decretado en contra de Cuba, el más prolongado de la historia universal. Ni los imperios Mongol, o el de la Dinastía Han, el Bizantino, el Romano, el Persa y el ateniense jamás sometieron a un pequeño país rebelde a un bloqueo de sesenta y dos años como el que se le impuso a Cuba por haberse adueñado de su destino. El bloqueo es un crimen de lesa humanidad y debe ser terminado sin más dilaciones. En lugar de eso fue recrudecido durante la pandemia, lo que añade nuevas dosis de inmoralidad y crueldad a las políticas del imperio. Lo mismo cabe decir de los bloqueos y permanentes agresiones lanzadas en contra de Venezuela y Nicaragua. Provocan sufrimientos en las poblaciones agredidas pero también corroen las bases morales del orden político al interior del imperio. Por eso Jason Stanley, citado más arriba, ve acercarse el aterrador espectro del fascismo en Estados Unidos. El crimen del bloqueo se convierte, dialécticamente, en un veneno que corroe y destruye el alma de quien perpetra ese crimen.
Licenciada en Filología y Comunicación egresada de la UNAN – Managua, Periodista de Multinoticias.