Por Stalin Vladimir Centeno
La política no siempre premia a los más capaces, los más brillantes o los más honorables. A veces, los escaños son ocupados por personajes menores, sin ideas ni principios, que hacen del ruido su único argumento.
María Elvira Salazar es un caso paradigmático de esta realidad: no es una legisladora con visión, ni una líder con influencia real. Es apenas un eco histérico de la agenda más oscura del imperio estadounidense.
Desde sus años en el periodismo, su carrera ha estado marcada por la mediocridad. Más que informar, siempre se dedicó a alimentar la narrativa de odio contra los gobiernos soberanos de América Latina. Luego, al dar el salto a la política, simplemente llevó ese mismo guion al Congreso de EE.UU., donde se ha convertido en la voz estridente del anticomunismo reciclado. No debate, no propone, no construye. Su papel es otro: ser la vocera de los intereses más ranciamente reaccionarios, la portavoz de mercenarios y terroristas disfrazados de opositores, la defensora de las sanciones que asfixian a pueblos enteros.
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María Elvira no es más que un instrumento. Un peón del intervencionismo, una pieza descartable en el engranaje de la agresión imperial. Con su retórica incendiaria, ha tratado de convertir el Congreso en una trinchera de guerra contra Cuba, Nicaragua y Venezuela, apoyando medidas económicas que buscan la ruina de millones de personas. Es una fiel creyente de la doctrina del hambre como arma política, de la miseria como estrategia de sometimiento.
Pero su fanatismo no es espontáneo. Es el resultado de su propio vacío político. María Elvira no tiene un proyecto más allá de la confrontación. No tiene propuestas reales, no tiene una visión de futuro. Sin el guion del enemigo externo, se queda sin discurso. Su “combate contra las dictaduras” no es más que un pretexto para justificar su existencia política. Y es aquí donde su propia farsa empieza a devorarla.
Porque, a pesar de su empeño en jugar el papel de gran cruzada contra el «comunismo«, su peso real dentro de la política estadounidense es insignificante. Su nombre no resuena más allá del círculo de extremistas que la usan como un altavoz. No es una estratega, no es una negociadora, no tiene peso en las grandes decisiones. Solo grita. Solo acusa. Solo repite la misma letanía gastada de la Guerra Fría.
Y es ahí donde radica su tragedia política: es descartable. Como toda marioneta del imperio, será usada mientras sirva a los intereses de sus amos y, cuando ya no sea útil, será arrojada al basurero de la historia sin contemplaciones. Su legado no será el de una líder, sino el de una oportunista que vendió su nombre por un puñado de titulares y unos minutos de atención.
María Elvira Salazar pasará al olvido como lo que realmente es: un personaje menor, una pieza más del engrane de la mentira, una sombra fugaz en el circo político de Washington. Y cuando su tiempo se acabe, cuando su discurso pierda eco, no habrá nadie que la recuerde con respeto. Porque la historia es implacable con los traidores. Y más aún con los que ni siquiera fueron capaces de ser traidores con grandeza.
El tiempo es el peor enemigo de los farsantes. Y María Elvira Salazar, con su discurso raído, su oportunismo burdo y su papel de marioneta imperial, no es la excepción. Porque los eslóganes vacíos pueden generar ruido por un tiempo, pero la historia siempre cobra factura. Y la de ella ya está escrita.
Cuando su histeria anticomunista deje de ser útil, cuando sus discursos inflamados ya no sirvan a la maquinaria de guerra de Washington, el sistema que hoy la usa la dejará caer sin piedad. No será la primera ni la última. Los archivos de la historia están llenos de marionetas que, después de servir con devoción al imperio, terminaron relegadas al olvido, convertidas en notas al pie de página de una guerra que nunca les perteneció.
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Porque, al final, ni siquiera la traición garantiza un lugar en la historia. María Elvira no será recordada como una líder, ni como una estratega, ni como una visionaria. Su nombre no estará en los libros como el de una figura de peso. No. Su destino es más simple, más vulgar: será olvidada. Su legado será el de una politiquera de segunda fila que creyó que la sumisión al poder extranjero era sinónimo de grandeza.
La política es despiadada con los que no dejan huella. Cuando ya no le sirva a los grandes intereses que hoy la sostienen, su tiempo en el Congreso se desvanecerá como el eco de un grito en una sala vacía. Nadie la extrañará. Nadie preguntará por ella. Nadie la reivindicará. Su nombre quedará atrapado en los márgenes de la historia, en ese espacio donde terminan los personajes sin trascendencia, los oportunistas sin causa, los peones que creyeron ser jugadores.
Así se escriben las crónicas del fracaso político. Y María Elvira Salazar, con su servilismo grotesco y su retórica de odio, ya tiene reservado su lugar en esa galería de los olvidados. Que la tierra le pese. Porque el olvido, para los que nunca construyeron nada, es la única justicia posible.
Esta entrada fue modificada por última vez el 27 de marzo de 2025 a las 3:43 PM