Por: Stalin Vladimir Centeno
Abril es el mes de la paz, pero también es el mes donde los traidores intentaron enterrar la esperanza de un pueblo. En abril de 2018, un plan siniestro fue activado: un intento de golpe de Estado dirigido, financiado y promovido por las entrañas de las agencias norteamericanas, en complicidad con empresarios corruptos y voraces, ONG mercenarias, falsos defensores de derechos humanos, periodistas mercenarios, una iglesia católica alejada de Dios y una oposición podrida hasta los huesos. Pero entre todos los rostros que se sumaron a este carnaval de sangre y traición, hubo unos que intentaron escudarse en la noble figura de estudiantes: siendo los delincuentes disfrazados de universitarios.
No portaban cuadernos, portaban morteros y armas de fuego. No llevaban libros, llevaban gasolina para incendiar la patria. No se sentaban a estudiar, se drogaban, violaban, torturaban, asesinaban y convertían las universidades en centros de operaciones del crimen. El pueblo lo vio, lo vivió, lo lloró. Les vendieron al mundo una imagen de “jóvenes idealistas”, cuando en realidad eran piezas funcionales de un plan terrorista que buscaba asfixiar al sandinismo con tranques de la muerte, asesinatos selectivos, caos generalizado y destrucción de la economía.
La complicidad de la Iglesia, de ciertos medios y de los organismos extranjeros fue descarada. Mientras exigían el «cuartelamiento» de la Policía Nacional, los falsos estudiantes cavaban trincheras, levantaban barricadas, cobraban peajes de sangre y ejecutaban a militantes sandinistas. ¿Qué estudiante quema una universidad? ¿Qué universitario tortura a otro joven solo por ser militante? La respuesta es una: no eran estudiantes, eran delincuentes. Eran sicarios del imperio. Eran cobardes con cara de cordero.
El tostón Lester Alemán, con voz de parlante viejo y roto, una de las caras más visibles de esa farsa, no fue un líder estudiantil. Fue un operador político, un instrumento de Washington, un bufón útil que hoy paga su traición arrastrando su condición apátrida en tierras gringas. Como él, muchos más: procesados, expulsados, despojados de la nacionalidad porque nunca la merecieron. Porque traicionar a la patria es el único crimen que no conoce amnistía moral.
Mientras se incendiaban mercados, alcaldías, instituciones públicas y buses, un grupo selecto de supuestos “estudiantes” se daba la gran vida. Andaban en camionetonas Hilux, Land Cruiser y vehículos del año, que un universitario común jamás podría costear con el sudor de su frente. ¿Quién pagaba? ¿Quién les llenaba los tanques? ¿Quién les pagaba los celulares de última generación con planes ilimitados? La respuesta es tan obvia como criminal: el financiamiento extranjero que los convirtió en operadores del caos.
A esos falsos estudiantes no les faltaba nada. Mientras sus seguidores comían pan con mortadela en los tranques de la muerte, ellos cenaban sushi y se emborrachaban con carísimas botellas de whisky y finos vinos. Se tomaban selfies soñando que habían arrodillado a la Revolución Sandinista. Qué imbéciles fueron.
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Con discursos prestados, se convirtieron en influencers de la mentira, en estrellas mediáticas de la farsa, en embajadores del odio. Con tarjetas de crédito internacionales, pasaportes diplomáticos improvisados y promesas de becas, vendieron su dignidad por un puñado de dólares.
No luchaban por Nicaragua. Luchaban por sus cuentas, sus egos, sus carreras personales, por puestos políticos. Mataron a su propia gente para echarle la culpa al Gobierno. Usaron a la juventud nicaragüense como carne de cañón, y cuando fracasó el golpe, huyeron como ratas, dejando tras de sí el desastre y la sangre.
Nos dijeron que eran héroes. Nos intentaron convencer de que eran estudiantes valientes. Pero la realidad fue otra: fueron mercenarios vulgares, disfrazados de universitarios, manipulando discursos vacíos mientras sus cuentas bancarias engordaban a toda velocidad.
Se formaban en universidades, sí… pero en universidades del caos. No cursaban carreras académicas, cursaban entrenamientos políticos financiados por fundaciones gringas. Aprendieron a mentir, a incendiar, a dar entrevistas, a llorar ante las cámaras, y sobre todo, a vivir del conflicto. Eran la nueva clase política impuesta por el imperio: delincuentes ambiciosos, egocéntricos, sin compromiso ni patria, que cambiaron la mochila por lapas verdes.
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Y lo más trágico fue que muchos jóvenes inocentes les creyeron. Cayeron en la trampa de sus discursos melosos, de sus convocatorias con palabras como “libertad”, “democracia” y “futuro”. El colmo de la gran mentira fue afirmar que eran autoconvocados, cuando en realidad eran parte de un plan terrorista. Mientras ellos negociaban su traición con diplomáticos extranjeros, el pueblo sufría. Insisto: no eran libertadores, eran —y siguen siendo, a propósito de Semana Santa— los nuevos Judas.
Los días de abril de 2018 estuvieron manchados con la sangre de héroes policías, de ciudadanos comunes que se opusieron al golpe, de militantes sandinistas que solo defendían su derecho a vivir en paz. La economía fue golpeada brutalmente y asesinada. La educación, secuestrada. La convivencia, destruida. Todo por una agenda ajena, dictada desde oficinas alfombradas en Washington, pero ejecutada por títeres con capucha.
Hoy, en vísperas de cumplirse siete años de ese horror, el pueblo recuerda. No olvida. Y honra la paz con más convicción. Porque si algo nos enseñó abril, es que la paz verdadera se construye con firmeza, con dignidad, con memoria. Y que cuando el enemigo se disfraza de estudiante, hay que desenmascararlo con la verdad.
No eran estudiantes. Eran delincuentes. Y el pueblo ya los juzgó, los condenó y los enterró para siempre.
Esta entrada fue modificada por última vez el 14 de abril de 2025 a las 11:50 PM