SALUD / Es media mañana, han pasado ya unas cuantas horas desde el desayuno y el estómago se activa. Aparecen sonidos similares a los que se producen en las tuberías del agua. Son las primeras señales que indican que el cuerpo precisa nutrientes para seguir siendo productivo. Un aviso que llega hasta el cerebro: a partir de ese momento será el órgano que controle la alimentación mediante su regulación. Esta comunicación entre sistema digestivo y cerebro, aparentemente sencilla, es, por el contrario, muy compleja.
Existen diversos procesos fisiológicos y órganos -el cerebro, la grasa y el sistema digestivo- que están involucrados en la aparición del hambre mediante la secreción y la liberación de hormonas y neuropéptidos que estimulan o reducen el apetito.
“Cuando estamos en ayunas, la disminución de los niveles de glucosa en sangre contribuye a desencadenar el hambre. Cuando esto sucede se activa el sistema nervioso simpático, lo que puede aumentar la liberación de glucagón y cortisol, hormonas que promueven la liberación de glucosa almacenada en el hígado para mantener los niveles de azúcar en sangre. Además, el sistema digestivo secreta diversas hormonas que estimulan el apetito, como la grelina, que se libera cuando el estómago está vacío”, explica Guadalupe Sabio, del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC) del Instituto Carlos III de Madrid. Esta experta lidera un grupo de investigación, centrado en el análisis de los mecanismos por los que la obesidad provoca enfermedades como la diabetes, los trastornos cardiovasculares y el cáncer.
Sin embargo, prosigue esta científica, “cuando comemos, otras hormonas como la leptina, una hormona que secreta la grasa, nos informa de que estamos saciados. Su disminución hace que aumentemos el apetito y la ingesta. Existen también otros tejidos que participan en la detección de ingesta, reduciendo el hambre, como el neuropéptido Y (NPY), secretado en el cerebro, o el péptido similar al glucagón-1 (GLP-1), que libera el intestino”. Todas esas señales llegan a nuestro cerebro, donde se modulan los centros de hambre, aumentando el apetito cuando estamos en ayunas y reduciéndolo cuando acabamos de comer. “Sin embargo, en algunas situaciones patológicas, como la obesidad, estas señales no se producen o detectan correctamente, produciendo una sensación continua de hambre”, apunta Guadalupe Sabio.
Los procesos fisiológicos que ocurren durante el hambre son distintos a los que se producen cuando estamos saciados, ya que su objetivo es el contrario: si tenemos hambre, necesitamos movilizar energía y, por lo tanto, comer; mientras que cuando no lo tenemos, podemos dejar de comer y almacenar esa energía que se ha obtenido. “Por ejemplo, durante el periodo de ayuno, el cuerpo manda señales, como el glucagón, para movilizar las reservas de nutrientes almacenadas en el tejido adiposo y el hígado para obtener glucosa y otros sustratos energéticos. En cambio, tras la comida, se liberan hormonas, como la insulina, y neuropéptidos que estimulan la saciedad, y se inician procesos para almacenar la energía ingerida, de modo que la podamos utilizar cuando volvamos a estar en ayunas”, sostiene la investigadora del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC).
CEREBRO Y ESTÓMAGO CONECTADOS PARA ACTIVAR EL HAMBRE
En esta pugna de poder entre el aparato digestivo y el cerebro por el control del proceso de alimentarnos, ¿cuál manda? Nuria Fernández Monsalve, catedrática de Fisiología de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), afirma que es el cerebro el que controla la alimentación mediante la integración de las señales reguladoras:
“El hipotálamo realiza la regulación fisiológica del apetito mediante neuronas sensibles a señales procedentes del aparato digestivo, neuronas sensibles a los niveles de glucosa o de insulina en plasma y neuronas capaces de detectar si el tejido adiposo del organismo aumenta o disminuye”. Pero, además, hay otros elementos que condicionan la ingesta de alimentos, “como la apariencia, el olor y el sabor del alimento, los hábitos de alimentación o aspectos sociales, que también influyen en la cantidad y tipo de alimento que ingerimos y que actúan a través de otras zonas del cerebro”, agrega esta experta.
En esta relación entre aparato digestivo y cerebro y el papel que desempeñan ambos en el control de nuestro apetito, el avance reciente en el conocimiento de los mecanismos reguladores del apetito está ayudando a desarrollar nuevas estrategias para prevenir y tratar la obesidad. “Es el caso de los análogos del GLP-1 que, además de reducir los niveles de glucosa en pacientes con diabetes mellitus, reducen el apetito al estimular la producción de melanocortina hipotalámica”, comenta Nuria Fernández Monsalve.
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Además, la Agencia Europea del Medicamento aprobó en 2021 fármacos para el tratamiento de la obesidad de origen genético que actúan estimulando el receptor hipotalámico sobre el que actúa la melanocortina, ejerciendo así sus mismos efectos anorexigénicos (reducen el apetito). En paralelo, se investigan los efectos orexigénicos (incrementan el apetito) de sustancias que bloquean este mismo receptor para combatir la anorexia y la caquexia asociada al cáncer. “Ambos desequilibrios, la obesidad y la anorexia/caquexia asociada a tumores, conllevan importantes consecuencias para la salud y tienen una elevada incidencia en la población mundial”, dice la catedrática de Fisiología de la UAM.
Las herramientas que existen actualmente para regular el control del apetito son variadas, “como la elección de alimentos con diferentes perfiles nutricionales, la frecuencia y la cantidad de las comidas, y la actividad física. Además, ciertos medicamentos y suplementos pueden afectar a la regulación del apetito y el metabolismo energético, aunque su uso debe ser siempre supervisado por un profesional de la salud”, concluye la científica del CNIC.
Esta entrada fue modificada por última vez el 4 de mayo de 2023 a las 10:57 AM