Una vez un famoso escritor, llamado John Steinbeck, dijo que la fotografía podía ser una extensión de la mente y del corazón (…). Ahora que lo pienso, es lo que pasó con el reportero gráfico Óscar Cantarero, quien se anduvo sin rumbo por el mundo en sus búsquedas personales y artísticas, hasta toparse con uno de los personajes más enigmáticos y cautivadores de su historia como fotógrafo y retratista: el Comandante Tomás Borge Martínez.
Toparse al Comandante Tomás, fue como toparse a varias personas a la vez; al poeta, al escritor, al revolucionario; al «humano demasiado humano», gesticulador, inquieto, firme, elocuente, inclaudicable. Tomás no cabía en el pequeño lente de su Nikon, por eso tuvo que valerse de su imaginación para ir más allá de su imagen.
Han pasado los años,y la obsesión por capturar a Tomás no acaba. Entre su viejo archivo adocenado de gavetas y gavetas, bucea incansablemente quitando rollos, cables, viejas cámaras en desuso, hasta encontrar esas fotografías de su época de oro, cuando Tomás era Ministro del Interior de la República de Nicaragua.
Cansado y jubilado, Cantarero escarba a diario esa montaña de recuerdos, y Tomás aparece por todos lados. Confiesa con vacilación y risa que el Comandante fue una de sus fascinaciones, precisamente por su icónica trascendencia. Un revolucionario por antonomasía, que se deja mostrar desnudo al mundo, sin reparo.
«Tomás es el héroe fuerte, vital que mejor supo expresar su sentir antiimperialista en sus discursos; y la gente se apasionaba escuchándolo, lo aplaudían, lo ovacionaban», comenta Cantarero, mientras va mostrando una a una las fotografías que inmortalizaron momentos únicos del gran fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Entrar al archivo de un fotógrafo no es cosa fácil. Se tiene que estar mentalmente preparado, y peor si se trata de la intensa y polifacética vida de un revolucionario como lo fue Tomás. Un grande que era perseguido y captado por fotógrafos de guerra, como Samuel Barreto, Carlos Durán, Mauricio Duarte y hasta Mario Tapia.
Entre sus manos temblorosas, Cantarero sostiene una fotografía en la que Tomás aparece brindando un discurso fuerte; viste su traje verdeolivo, su boina, sus gafas gruesas; viste su discurso volcánico, incendiario, que hacía arder en ese momento a un pueblo lleno de rebeldía. Se estaba dando en ese momento la inauguración del Parque Luis Alfonso Velásquez, y Tomás no podía contener su energía, su aura que bañaba a una multitud, y la encendía en ovaciones.
Era la revolución, era el pueblo, era Tomás, y Cantarero estaba allí, desde lejos, disparando su cámara, eternizando momentos; el fotógrafo catalizando el tiempo; Tomás desnudo, ante la cámara. Tenía un discurso arrollador, pero el fotógrafo no sabía cómo captar la fuerza de su voz, entonces pensó que debía centrarse en la expresión de su rostro, y de esa forma, al pasar de los años, su voz se iba a escuchar a través de los contornos de la imagen.
Tomás estaba en todas partes, y uno de esos lugares se llamaba El Ateneo. Un viejo bar-café, bohemio, mágico, donde se reunían los artistas emergentes y consagrados en la nostálgica Managua de los años ochentas. En ese café, Cantarero fotografió a grandes y universales, como el argentino Julio Cortázar o el colombiano Gabriel García Márquez.
«Nos reuníamos artistas de toda índole. En una ocasión, Omar Cabezas estaba presentado su libro: ‘La montaña es algo más que una inmensa estepa verde’, y ahí estuvo el Comandante Tomás, y en la misma foto aparecen el poeta José Coronel Urtecho, Margaret Randall, y abajito, sentada en la grama del patio, la poeta Rosario Murillo», rememora.
Sin embargo, la primera impresión que Cantarero guarda en su memoria, sobre Tomás, es precisamente la del guerrillero en su cruz; aquella imagen que lo marcaría de por vida: el torturado por la Guardia Somocista, el guerrillero flaco, demacrado, inmolado. Entonces los jóvenes de los movimientos estudiantiles revolucionarios, plasmaban pintas en las paredes con aquella frase inolvidable: “Si Tomás muere…” Si Tomás moría se incendiaba Nicaragua, asegura el fotógrafo.
La fotografía es un vehículo para acercarse con desfachatez a cualquier personaje, reflexiona Cantarero. Su mirada, tras las gafas de cristal, se paraliza, se hunde en el recuerdo, toma ventaja, parpadea. La mirada, ese artefacto imprescindible del fotógrafo, se ciega para encontrarse con la oscuridad. Una cámara rápida de la memoria, una sucesión de imágenes, en una serie de cuatro, aparece Marcela, esposa de Tomás.
Justamente fue Marcela, quien en ocasión al quinto aniversario del fallecimiento del poeta-guerrillero, le pidió aquellas fotos históricas en la que se muestra «Los Rostros de Tomás», la exposición que se llevó a cabo en el Palacio Nacional de la Cultura, y en el que también se recitaron los versos de la reciente antología «Poesía Clandestina Reunida» (Lima, 2014), en la que aparecen los poemas hasta entonces inéditos del bardo.
«La cámara, ella sola, capta cosas ocultas que hay en cada persona; y eso pasó con Tomás», expresa el fotógrafo. Quien además, asegura haberse sorprendido de todo lo oculto que hay en cada una de las fotografías captadas con su lente, en las que se visualiza la ternura y el humanismo del fundador del FSLN.
En 1984 Cantarero tuvo, muy probablemente, si la memoria no le falla, el primer encuentro cercano con Tomás. Su esposa, la cantante y folclorista peruana, Marcela Pérez Silva, lo había invitado a su casa de Bello Horizonte para que les tomara un foto familiar.
«Cuando entré a la casa, miré a Tomás desconfiado, y me preocupé, porque yo quería captar una imagen familiar, relajada», explica, mientras ríe a carcajadas. Ese momento fue inolvidable, porque fue el mismo Tomás que se le acercó, le echó el brazo al hombro, en señal de confianza y le abrió su amistad.
Pero lo más admirable de Tomás era su forma de ser sincero. Pareciera que fue ayer que lo vio ahí, sentado, en aquella butaca de cine, llorando, mientras el telón gigante proyectaba alguna buena película que tocaba el lado humano, y Tomás en eso era bueno, no tenía reparo en mostrar su sensibilidad.
«La gente ve a las personas y no repara en su interior. A Tomás le tocó ser Ministro del Interior, un trabajo duro, que exigía rigurosidad, carácter. Pero aún así tenía una gran sensibilidad. Mucha gente tiene un alto aprecio por la calidad artística de Tomás; su narrativa, su poesía, porque a través de eso pudo mostrar su lado íntimo, sensible», asegura el fotógrafo.
De todo ese gigantesco y desordenado mundo de fotos sepias y claroscuras, una me llama la atención. Como todo artista que tiene la manía de ponerle nombre y epítetos a sus criaturas, Cantarero llama a esta foto: «Los dos niños» o «Los dos Comandantes»; El Comandante Daniel Ortega y el Comandante Tomás Borge Martínez. El espectador percibe la afinidad y ternura manifiesta entre dos grandes amigos, dos hermanos; dos niños vestidos de verdeolivo, que sonríen en complicidad, aún frente a las adversidades de los tiempos.
Es difícil poder juntar a todos los Tomás en una sola imagen, pero Cantarero logró captar a uno que resume a todos. Es el Tomás universal que todos sentimos vibrar en nuestros corazones; el mismo Tomás que un día dijo en uno de sus poemas clandestinos: «Voy a morir para seguir viviendo». Y aquí sigue Tomás, infinito, renaciendo en su pueblo que lo evoca desde su canto lírico y rebelde, desde su inmenso legado de lucha, en cada amanecer.
Esta entrada fue modificada por última vez el 30 de abril de 2017 a las 1:09 PM