Por: Fabrizio Casari
La cuestión del trigo ucraniano es sintomática de la gran mistificación que envuelve el conflicto entre Occidente y Rusia. De entrada, hay que decir que tanto Rusia como Ucrania son potencias en la producción de trigo. Rusia, incluso, es el primer productor del mando, superando ya desde hace años a Estados Unidos, Canadá y Australia, así como a Ucrania, antaño granero de la Unión Soviética. El año pasado, con la firma de la Iniciativa del Grano del Mar Negro, Moscú aceptó, en contra de sus intereses, garantizar el paso de barcos ucranianos con trigo y grano por el Mar Negro.
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Hasta ahora, el acuerdo había permitido transportar casi ocho millones de toneladas de cereales y otros productos alimenticios ucranianos en más de 350 viajes. En el acuerdo firmado había una serie de condiciones mutuamente beneficiosas, entre ellas que Rusia pudiera exportar otros cereales y fertilizantes. El acuerdo, firmado también por la ONU, debía relajar las sanciones al respecto, que hasta ahora han obstaculizado la capacidad de Moscú para vender grano y fertilizantes en los mercados internacionales en plena crisis alimentaria. Turquía habría garantizado el paso y ambos contendientes habrían indicado rutas libres de minas.
Pero al igual que con los acuerdos de Minsk, la parte relativa a la facilitación para Rusia fue completamente desatendida, completamente ignorada por Kiev y Washington, firmantes históricos con tinta simpática de todo tipo de acuerdos. No sólo eso: mientras se pedía a Rusia que no bombardeara Odesa, ciudad clave para el almacenamiento y envío de grano, Kiev comenzó a bombardear Crimea, indicando así una ampliación del conflicto y no su contención. Con este telón de fondo, Moscú sintió que tenía que responder y no mantener acuerdos que la otra parte no respetaba.
Ahora, a pesar del intento de mediación de Turquía, que puede no ser suficiente a los ojos del Kremlin, dado el giro de Erdogan sobre los prisioneros de guerra ucranianos que indica la falta de fiabilidad del sultán turco, Occidente pide una prórroga del acuerdo, permitiendo así a Ucrania seguir exportando su grano a Europa. No hay malentendido posible: no se trata del abastecimiento de África, sino del precio del trigo en Europa.
Es al Viejo Continente, de hecho, a donde Kiev exporta trigo y ahí se acaba el viaje. La parte que va a África del trigo ucraniano es sólo del 2,5% del total exportado. Por lo tanto, la presión europea no se refiere a la suerte de África, sino a la de Europa, que a falta de trigo ucraniano y no queriendo comprarlo a los rusos, se vería obligada a recurrir al de Estados Unidos, con costes decididamente más elevados. En resumen, correría la misma suerte que el gas: menos cantidad, menos calidad, plazos más largos y costes más elevados.
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Rusia ha hecho saber que está dispuesta a volver al acuerdo una vez que Occidente haya cumplido sus obligaciones, tal y como estipula el acuerdo negociado en julio de 2022 por Turquía y la ONU. En cuanto a la idea de Zelensky de pedir a Estados Unidos que escolte a los barcos ucranianos, ya han llegado tres respuestas inequívocas. La de Rusia, que ha dejado claro que Moscú no garantizará el tránsito, la de EEUU, que no piensa desafiar directamente el fuego ruso, y la de las aseguradoras y navieras, que ya han dejado claro que será imposible transportar y asegurar. Otra vergüenza más para Zelensky que, como siempre, se caracteriza por un alto grado de nazismo y ego personal, pero pobre en capacidad de lectura política. Le cuesta entender que Ucrania es un medio para golpear a Rusia, no un fin al que aspirar.
Incluso la opción del transporte terrestre a través de Europa ha demostrado que los «amigos» de Ucrania no lo son tanto. De hecho, Bulgaria, Hungría, Polonia, Rumanía y Eslovaquia, han pedido a la Comisión Europea (CE) que ponga fin al dumping ucraniano y prohíba temporalmente la venta de trigo, maíz, semillas de colza y girasol ucranianos, que debido al bajo precio han generado perturbaciones en el mercado interior Comisión Europea (CE) causando pérdidas económicas a los operadores. Lo mismo en Turquía, que dejó de comprar trigo ruso para recurrir al barato trigo ucraniano, pero que sólo era posible con el permiso de los rusos para garantizar el transporte a través del Mar Negro, una situación que ya ha pasado y que ahora obligará a Ankara a volver sobre sus pasos.
Paz, ¿una palabra fuera de lugar?
En el trasfondo está la percepción general de un conflicto marcado. La contraofensiva ucraniana ha demostrado ser una invención de los medios de comunicación y poco más. Militarmente hablando, estamos ante el fracaso de la OTAN, que con todo su armamento y mercenarios, asesores militares y dinero, no avanza ni un metro y dirige la actividad militar de Ucrania al nivel del puro terrorismo. Por el contrario, ha exhibido lo mejor tecnológicamente de su red de armamento sin invertir siquiera parcialmente el curso de la guerra y demostrando así ser inferior a los sistemas de armas rusos en el terreno de las operaciones bélicas.
El envío de las bombas de racimo, por muy minimizado que esté por los medios de comunicación occidentales, que habían mostrado una gran indignación al contar el uso ruso el año pasado (siempre negado por Moscú y nunca probado por nadie), aparece como el arma de la desesperación de unas tropas llenas de fentanilo pero con un entusiasmo reducido. La central nuclear de Zaporizia es la prueba por excelencia de la manipulación mediática: los rusos la controlan pero son los rusos, no los ucranianos, quienes la amenazan. Nos habrán tomado a todos por idiotas.
No hay luz a la vista para las negociaciones. Biden y sus colaboradores sólo ven la posible apertura de negociaciones de cara a la campaña electoral de 2024. Una especie de retirada que intentará convertir en victoria y evitar acudir a las urnas con los misiles en el aire. Se teme el fin del potencial militar de Ucrania, lo que conlleva una nueva derrota de la OTAN, que cuanto más levanta el muro, más pierde. Las repercusiones sobre la paz en todos los rincones del mundo son visibles, contribuyendo a un clima general de incertidumbre y miedo que afecta fuertemente al estado de ánimo general y también a los mercados financieros, el comercio y las relaciones políticas.
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Incluso en el discurso público, la guerra se considera ahora generalmente una opción posible. La guerra total, la guerra termonuclear global, la tercera y última guerra mundial, que sancionaría el fin de la humanidad y del planeta tal y como lo hemos conocido, hace tiempo que dejó de ser una hipérbole, una descripción exagerada de cualquier crisis, una versión más detallada de un Armagedón. La palabra guerra total se ha convertido en una palabra de uso común y frecuente, un término habitual con el que hablar de todo. Es decir, la palabra ha perdido su carácter ultimativo, su sentido de destrucción irreparable, su vínculo con la hipérbole, con la provocación verbal. Se utiliza, describe, ilustra. Forma parte de las frases, adquiere un valor habitual en el lenguaje común, incluso entre quienes no saben nada ni les importa saber nada.
Esta degeneración del lenguaje es el resultado de la degeneración de los conceptos, que a su vez es el resultado del enfrentamiento entre el mundo unipolar al que pertenece el Occidente colectivo y el resto del planeta, que en cambio aspira a un mundo multipolar donde todos tengan derecho a la ciudadanía y donde el sistema se base en el derecho internacional y no en la ley del más fuerte. Donde, en definitiva, los muchos puedan ser potentes sin imponerse por prepotentes.
Esta entrada fue modificada por última vez el 24 de julio de 2023 a las 12:16 PM